Golpes más duros he tenido en mi cuerpo y en mi alma. Ahora estoy sentado junto a ti y me parece que nunca he vivido aquellas cosas en realidad. Mas, a decir verdad, por la marca que llevo en las orejas de mi pecho y las magulladuras que se deslizan silenciosas por los pliegues de mi ropa, creo que en realidad estuve allí contemplándome, estuve allí derribado como una estatua, como un tótem de pueblo derrotado, como una montaña de después del tiempo cometario.
Mírame y dime que es cierto que estamos aquí, convénceme por favor de que mis ojos no me han abandonado todavía. Apoya tu mano sobre estas heridas y dime si es cierto que entre las heridas todavía quedan restos de carne intacta. Dime que las cosas en verdad te las estoy contando y no son meros espejismos sicológicos, que no son espectros vagabundos que pululan en los abismos profundos de mi alma. Necesito con urgencia tus huellas dactilares en mi saliva, que toques en ella las voces trágicas con que me he dividido el pelo. ¿Me comprendes?.Anda, haz tu mejor esfuerzo y devuélveme aquella mirada sonriente de denante, vuelve a sonreir para mí, que así puedo yo también suponer que la mariposa no ha muerto y que palpitan todavía los murallones pintados de la otra calle, puedo volver a creer –si me lo permiten tus dientes a la luz de esta plaza- en las disueltas memorias de los viejos árboles de la calle oscura. Pon tu dedo aquí, sí, tu dedo, ponlo aquí............., vamos, si nadie te está mirando. Ya, si no lo haces todo esto seguirá siendo inútil, y tu actitud sólo dejará reflejada en mi trayectoria el intento inane que he puesto en ti por ponernos en un contacto definitivo. Bueno, hazlo ahora.......
Ya me siento mejor, pero no recuerdo haber sentido tu contacto. ¿En dónde has puesto tu dedo?. Eso sólo lo sabes tú. La complicidad de este momento viajará sin retorno sobre el viento hiperbóreo de tus caminos. A mí no me ha quedado nada, no sé por qué, pero –aunque me siento un poco mejor- me ha quedado un vacío anudado entre las sombras y por sobre las ondas submarinas de mi ser. Me he sentido interceptado, pero no noto la diferencia. Como si tu dedo hubiese atravesado mi cuerpo sin tocarlo. No sé, me queda la duda de si en realidad lo hiciste o no. No te molestes conmigo. Yo soy así algunas veces. Otras, me conformo inventándome soledades y desafiando las alturas cósmicas del silencio, como si me regocijara más que nadie en la niebla aterciopelada de los bosques durante las noches del invierno. ¿Conoces esa bruma que se posa sobre el suelo cuando amanece?.
En esos entornos me siento como en casa, como si mi habitación primera hubiese sido la clorofila y los silicatos, y en ningún otro lugar –créeme- me he sentido tan feliz. Y la luz lunar por entre la nubes grises me transmite el lenguaje de los tiempos olvidados y, cuando su cuerpo se refleja en las alturas negras de los árboles, mi mano tiembla, como si las alas que en ella son invisibles, se agitaran alegres; como si las palabras del cobalto que transmiten los ocasos elevaran sus ojos por entre las ramas haciéndose visibles sus plumas por unos momentos.
Otras veces (no cuando resbalan mis ojos de la cuenca natural que es su abrigo), me detengo entre las espinas transmarinas del canto de las estrellas, dejo mi cuerpo recostado bajo los pinos y me imagino inmóvil e incorpóreo, y siento la espuma salobre que me circunda por sobre el aire nocturno. Pero algo pasa, me siento caer, me derrumbo cuando la noche declina, cuando se acerca la luz inmortal que transita por el éter. Se desarman las amarras inasibles que atraen a mi cuerpo hacia las estrellas y me precipito acelerado hacia las fauces de la muerte negra del desuso social, de la lejana materialización de mis sueños, del desamparo oscuro en el cual se pierden las velas de todas las embarcaciones en las que han viajado mis ojos. Y al llegar a la superficie, casi al tocar el suelo, despierto transpirado, con el corazón en la garganta y con los brazos inmóviles, como si todavía alguna parte de mí estuviera atada a los silencios cósmicos de la luna y a la luz que por sobre las copas se derrama.
No sé por qué ese ruido que oímos denante me trae tantos recuerdos. Me parece un sonido que ha girado en órbita dentro de mi cabeza, pero al cual no le he podido determinar su trayectoria, ni mucho menos su edad. Aún así, me da la impresión de haberlo sentido antes, como esos recuerdos fulminantes que se aparecen de pronto y que le sorprenden a uno hablándose a solas, incluso en voz alta, que obligan a mover una mano, o la cabeza, para alejarlos de la retina e impulsarlos hacia una órbita secundaria que los aleje para siempre. Y, sin embargo, vuelven una y otra vez, sin que uno esté especialmente preparado para ellos, sin que uno los libere de la prisión cristalina de nácar secretado por los segmentos inmateriales con que se olvidan las tristezas y el sentimiento de culpa.
¡Mi puerta!. Ay, mi puerta. Si supieras cuántas veces he llegado hasta esa puerta y me he acobardado hasta el punto de huir, de alejarme de allí como una libélula, como un mosquito cometario. Pero otras veces he sido más estúpido y he tocado con golpes débiles y con trémulos impulsos he arrojado un par de palabras humilladas volviendo mi cabeza hasta las rodillas, y he despertado otras muchas veces postrado en otros pavimentos, agónico, como si quisiera apresurar la madrugada, como si no pudiera esperar más a que la luna se durmiera definitivamente y se acabaran para siempre las noches y los amaneceres.
Yo quisiera ver un último amanecer debajo de los nogales, entre las zarzas enredadas de los caminos sin aceras; me gustaría dejar mi cuerpo reposando entre los musgos y el humus perenne del subsuelo hasta que mis poros echen raíces y pertenecer por fin a los días y a las olas del tiempo. Quiero ser espectador de un último amanecer sin sombras, sin nebulosas que atrapen la proyección natural de la luz y sus contornos.
Mírame. ¿Me oyes todavía? ¿sientes como se apaga mi voz fundiéndose con la tuya?.
Los almendros que cruzan ahora mi memoria –como aquella palabra ininteligible de hace días-, me parecen más aromáticos, más estirados hacia la atmósfera, menos claros y melancólicos; como luciérnagas lejanas detrás de la densidad del aire del lunes, como si una cortina de aire caliente se deslizara entre mis ojos y sus alas, haciendo que se desencajen las láminas ocultas del oxígeno y del nitrógeno, y que se enrarezcan aún más las imágenes desiguales del mundo. Yo no sé si son mis ojos o son las junturas desatadas del aire, no sé si acaso sigo aquí hablándote o me imagino que lo hago. No, no lo sé. Mírame, pero ya no con compasión, no con ojos clínicos que ausculten por debajo de mi dermis en busca de definiciones para mi mal, sino con los ojos abiertos del alma, con los oídos sinceros del despertar, del amanecer de tus ropajes más silvestres, como si, por la selva que te vio nacer hace miles de años, me descubrieras por vez primera y te regocijaras en el sólo hecho de verme nacer ante tus ojos, no importándote mi origen ni mi destino, y que me invites hasta el hogar más cálido de tu sonrisa y me dejes allí enmudecido para contemplar el último amanecer antes de morir definitivamente sobre este suelo, sobre los adoquines calcáreos de tus huesos.
Yo solía detenerme sobre las hierbas y dejar que mis pies descalzos tocaran la humedad fresca de los pastos. A ratos quisiera ya no estar aquí a pocas cuadras de una puerta amarga, sino que volver a pisar las arenas de la costa; volver a correr sobre los cristales salinos de la orilla del mar; girar en el aire como un remolino de Junio, como una pintura nocturna, como un silbido de las siete y veinte. ¿Me entiendes?. Es algo así como aquello que reposa en uno y que, viajero, despierta de pronto para despertarnos, y en medio de aquella sensación volvemos a abrir los ojos y notamos que hemos estado durmiendo entre sueños. Pero en realidad aquello también es un sueño y nos engaña, nos doblega y despierta en nosotros la angustia de la realidad perdida, abre los ojos de una parte temerosa que también reposa silenciosa en el interior nuestro y, ahora sí, despertamos y todo aquello era una amarga pesadilla, y en el resumen final se equilibran las sensaciones y queda un pequeño alivio para nosotros: amaneció.
¡Eso es justamente lo que anhelo!. Quiero pensar que esto es una pesadilla. Pero para que así lo fuera, tú (y tú debes decir yo, claro está), tú debes darte cuenta también de que si acaso esto es un sueño o no. Es más difícil de lo que creo. Apenas puedo convencerte de que estás aquí a mi lado te me escapas y retrocedes hasta tu mundo, como si evitaras caer dentro de un pozo oscuro y sin fondo visible y aletearas en el aire, tratando de mantener tu equilibrio.
¿Crees que esto puede ser un sueño?. Mira, imagina que no estás aquí a mi lado y que en verdad estás leyendo un libro ¿te parece lógico que te esté hablando estas historias dormido?. Bueno, pero si estamos los dos depiertos ¿cómo podría estarte hablando desde el fondo de un libro?. Eso es propio de los sueños. Así que, por ahora, es mejor creer que estamos todavía sentados en esta plaza, no sea que empieces a creer que tú seas un sueño y que en verdad las cosas están ocurriendo allá detrás de un libro frente a tus ojos, y que imagines voces en tu interior que suenan mientras te hablo. No, nos compliquemos más. Yo sé que mis ojos han perturbado mi noción de la realidad, pero eso ocurre en forma intermitente, no es todos los días, no creo haber empeorado tanto las cosas. Yo sólo te puedo decir que me alegra tenerte aquí oyendo, pues el amanecer último me angustia con su retraso, y la puerta, sí, la puerta aquella, ya viene, se acerca a mí y no se detiene. Pero debo ser yo quien dé el paso final antes de caer en sus fauces.

1 comentario:
Tienes razón, no estoy aquí, estoy en esa banca sentada contigo, y aunque la mariposa no ha muerto y tiene miedo de volar, ha llegado tan lejos tan sólo para poner sus manos sobre las heridas y pretender que las está sanando.... deslizando suavemente sus dedos por tus preciosos labios cantores que llenan su mundo cada vez que te escuchan, y su alma cada vez que te ve.
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