jueves, 27 de diciembre de 2007

Trasmundo "El árbol"

“...soy un árbol...” – me repetía a mí mismo mientras me sumergía entre las calles de la ciudad dormida. El árbol, al parecer, representaba firmeza en mi interior, cosa que tenía muy poca o que al menos yacía moribunda en las lejanías de mi alma.


La noche poco a poco se estaba apoderando de las horas y del espacio, la luna llegaría más tarde y las estrellas principales asomaban sus espigas en el techo celeste, borrando luego sus rastros luminosos esparcidos por la vía láctea. Las luces de las calles iluminaban los rostros veraniegos de la gente, el viento tibio del estío me agitaba el pelo y arrastraba consigo el ruido de las olas de la playa que estaba a unas pocas cuadras hacia adelante.


Los pies cansados de caminar y vagar por la ciudad, me traicionaban a ratos. Mas el árbol seguía firme, sin rumbo, perdido en la bulliciosa vida nocturna de la ciudad del reloj de flores. Las micros y el último tren hacia el interior huían hacia sus destinos con prisa y letanía, como balanceándose entre las horas agotadas de la vida. La gente, detenidamente conversando, aguardaba en los paraderos, y los vendedores ambulantes gritaban a los vientos sus mercancías y sus incomparables ofertas. Un niño jalaba el brazo de su madre pidiendo algo de lo que allí vendían, pero ella no tenía dinero – al menos para eso – así que, interrumpiendo sus ruegos, le dijo algo incomprensible, disuasivo y lo alejó hacia la micro que abría su hocico metálico y lo subió de un tirón hacia el peldaño no totalmente detenido.


Otros se distraían mirando vitrinas que, aunque cerradas las dependencias, todavía tenían sus luces encendidas para atrapar a la gente que de seguro vendría al otro día o tal vez nunca, lo cual era incierto pues la gente parece ávida de consumir todo lo que el mundo le pueda ofrecer.


“...soy un árbol...”- y parece que el pensamiento se iba reforzando mientras encendía un cigarrillo suelto, comprado en un quiosco al doble del precio que costaría al comprar la cajetilla completa; esto era, en realidad un gran abuso, pero no existía entonces otra alternativa.


En momentos de angustia y desengaño el árbol se levanta hacia el cielo y lo olvida todo, olvida las mundanas habitaciones del subsuelo donde pululan los gusanos comedores del detritus urbano, olvida los cilios que succionan los minerales disueltos en el agua mezquina del verano, pero va y viene perforando la tierra: elevándose hacia las estrellas y, más tarde, precipitándose por la peña oscura hacia los subterráneos túneles de la muerte. El árbol crece y decrece como una luna, como las olas, como los días. Pero el yo árbol se alza aquí imperturbable, mientras los transeúntes corren tras sus destinos mortales, abalanzándose con brazos abiertos hacia la negra niebla de los cementerios.


Yo conocí las cavidades terrígenas, los coágulos de hielo entre las rocas y las descascaradas flores de la madera. Pero no pude mirar por mucho tiempo el cielo. Mis ojos me desviaban por otros caminos y mis arremolinadas hojas se soltaban de pronto entre las consteladas láminas de los martes. No sé, yo ví unos días el cielo entre las gotas de Enero y no me pareció un lugar muy cálido, prefiero estas calles de andar y corretear sumido en mi cabeza y en mis propias inquietudes, prefiero mis descalzos brazos acariciando los pliegues irregulares del cemento, de las paredes enredadas, de la pintura antigua y oxidada por los nubarrones precipitados de la atmósfera.


Por ese cielo no cruzaban los aviones, sólo las aves costeras... el aeropuerto estaba cerrado, no sabía por qué, y poco me importaba entonces: aunque nunca había volado, mi cabeza daba vueltas como una libélula enrarecida, recordaba cosas pasadas, infancias todavía latentes en mi adolescente incertidumbre, recuerdos subrayados en los caminos de mi memoria se me aparecían mezclados con las multitudes agitadas después de sus ocupaciones laborales o estudiantiles, todo se enredaba sin enredarse, no me confundían las vueltas ni las imágenes que me traspasaban desde el ayer, sólo seguía mis propios pasos hacia adelante, justo después de detenerme junto al semáforo y cruzar la calle que lleva hacia el centro de la ciudad: la calle de las galerías.


¿Cuántos árboles como yo vagarían encadenados a sus propias suertes entre esas calles, entre esas gentes?


Lo más cierto es que no creía que hubiera un bosque precisamente, pero un jardín medio despoblado no hubiese estado mal. Uno que otro arbusto entre los distantes árboles sin flores me habrían parecido coníferas o solitarias embarcaciones de clorofila hacia las estrellas, elementales discursos de la natural geografía humana, islotes abandonados por la presurosa existencia del dinero, árboles...despeñados árboles hacia las profundas cavidades del ser.


Pero sólo eran hojas sueltas, diminutas esferas sabihondas salidas de colegios y dispersas en el viento, asidas a la nada que las colmaba por dentro, irreversiblemente alejadas de las ramas fuertes que todavía se resisten a los años y las estaciones, gastando el dinero inoficiosamente en juegos y bebidas, en pasatiempos que los distancian cada vez más de sí mismos, que los disuelven en los ácidos metabolismos de sus propias vidas, que los corroen y los agotan hasta el día en que son retornados hacia la tierra para seguir contaminándola y no ser árboles, sino gusanos.


“...soy un árbol...”- la palabra me retumbaba por dentro, y las calles más cercanas al centro me pasmaban, me presionaban cada vez más hacia adentro: me hundían, aglutinaban mis intestinos contra mis vértebras, adelgazándome, hasta desaparecer en la multitud.


Atrás quedaba la “ruta las playas”, como llamaban a ese camino que lleva desde la casa en la calle con adoquines, hasta el centro de la ciudad. Atrás, el puente que une como un istmo los cerros con la planicie costera hacia el norte.


¿Cuántas esquinas habían recorrido aquellos pies, ahora imaginados como raíces?


Los pasos que se deben recorrer en la vida son una incógnita desde el primer momento en que se da uno: desde ese preciso instante son ya olvidados porque, para la mayoría, en ese momento ni siquiera se sabe contar, sólo importa ir allá, llegar hasta las cosas con esa nueva perspectiva, alcanzar las cosas secretas todavía, tocar lo prohibido, lo profano, lo inútil, es decir, dejar abajo esa maravillosa vista que se tiene de los objetos, olvidar la imaginería que esconden esos rincones vírgenes para los ojos de los grandes.


Las cuadras van quedando atrás, sosegándose de pronto. Es en las cercanías a la plaza, frente al hotel, en donde se concentran las multitudes. Aún allí, en ese espacio, cohabitan el comercio con los espectáculos callejeros, que a ratos aglutinan a la gente en reducidos lugares, los cuales tratan de observar qué es lo que ellos muestran, huyendo luego, como es de costumbre para muchos, cuando llega el momento de dar alguna colaboración ridículamente voluntaria.


“...soy un árbol...”- se sentía de pronto ese pensamiento más lejano y sombrío, las manos se iban distanciando de mi cuerpo, los ojos los había dejado atrás hace algún rato posados en una mujer hermosa, y mi cabeza también la había dejado allá atrás, mas cuando noté esto tuve que devolverme hasta aquél lugar para recuperar mis órganos, y allí estaba ella, mirando una vitrina que guardaba dentro de sí relojes ¿¡relojes!?¿para qué querrá relojes?- me pregunté- ¿cómo alguien podría querer tener en su muñeca el pulso inevitable del tiempo?¿hacia dónde tendrá que llegar la gente con tanta exactitud?¿No es- acaso- el tiempo un intento del hombre para dimensionar las distancias recorridas por el mundo en el universo?¿Para qué querrá ella saber cuánto se ha movido la tierra desde entonces?.


Alejándome de allí, yendo hacia el mar, la ciudad estaba más quieta, más calmada. Ahora sólo mis pasos retumbaban sobre las lozas de la calle, alguna vez había estado allí, quizás muchas veces, pero no reparaba en ello, no sabía esta vez hacia dónde iba ni qué haría una vez allí, quizá sólo era una vuelta de rutina por la ciudad; otro paseo para olvidar algo o para recordarlo; una ronda por entre lo conocido siempre deja algo nuevo en lo que nunca se había reparado, quizá la vista se agudiza cuando se deja de lado lo ya repetido y se puede ver más allá, sobre todo cuando se ha dejado a un lado el asombro y el encandilamiento que perfora los ojos de la gente con los neones y los cuarzos rechonchos de luces internas, como intestinos incandescentes cocinados en los sartenes del averno.


Había un pájaro muerto debajo y a un costado de la escalera que permite subir al cerro donde hay una casona colonial parecida a un castillo. Inertes plumas le cobijaban entre las hojas adormecidas del pasto a orillas de la vereda. Era una pena, los dioses viven dentro de los pájaros para acompañarnos, sin embargo, cuando un pájaro muere no muere el dios que en él vive, porque el dios es inmortal, la tristeza radica en que es un dios menos con nosotros, un espíritu inmenso que se aleja y deja de protegernos. Pero también hubo antes una mujer muerta entre las aceras de esta ciudad. Yo la ví y, aunque no era como este pájaro, algo me la trae a la memoria. No fue hace mucho tiempo que la vieron suspendida entre las calles, alborotada en sus propios contornos existenciales. Alguien cuenta historias de ella. Resultó que ahora todos la conocen o la conocieron. Cada cual cuenta su propia mentira, su propia fantasía. Sólo un resto de sangre que se desparramó entre el cemento y el mar ha sido el elemento de anclaje para los navíos de mi memoria que navegan entre costas ásperas. Siempre la veo sangrar en otros seres que sangran.


En la subida del cerro habían árboles húmedos, mojados por el nocturno paso de las gentes que riegan los prados; las gotas todavía caían desde las altas hojas: allá, en la altura cósmica, la luna se paseaba detrás del velo de las nubes enceguecidas ya por la luz. El sordo sonido del goteo semejaba pasos, latidos, trémulas vibraciones de mi propio corazón anudado.


El sonido del mar estaba más cerca. Las olas azotaban las costas como un trueno, el silencioso reposo de éstas dejaba en evidencia el sonido de los vehículos, los murmullos de los transeúntes tardíos enredados entre las calles esperando el retorno a sus casas. Las luces amarillas y blancas, las rojas de los autos y los semáforos agravaban el melancólico advenimiento de la noche.


“...soy un árbol...- pensé- y ahora que estoy más lejos, tanto más cerca me encuentro de todo aquello de lo que escapo, todo está detrás de mi retina, detrás de mis párpados y de mis ropas. Allí, en mi interior, es donde cabalgo con más intensidad que entonces ¿por qué he de seguir sofocado por mis propios incendios internos?, no hay razón. Me estoy volviendo loco, mis ideas trastornadas se desunen y salen precipitadas hacia fuera como si no pertenecieran a los mismos labios. A veces creo poder ver más adentro y, sin embargo, son mis propias hojas las que me impiden ver el cielo”.


Una cuadra más lejos, al llegar al puente, el sonido abrumador se detuvo, ya no había impedimento para volar, para dejar atrás el tiempo. Pero un sentimiento de pánico me alcanzaba por la espalda como una mano vertiginosa que, invisible, trataba de alcanzarme: algo así como un fantasma urbano, decrépito, olvidado y triste. El viento ya no me empujaba como antes, un silbido escapaba de mi boca, una melodía ininteligible, fugaz, sin sentido, sólo eso me alejaba del miedo, un sonido torpe pero útil en aquel entonces.


Doblar la esquina hacia el puente puede ser la oportunidad para dejar atrás lo que me tomaba por la espalda, dejar perdido entre las calles esos lúgubres espíritus negros que me invadían: algo así como dejar una carga pesada para que la pisoteen los otros, los mendigos que duermen a saltos entre las plazas y los bancos del bulevar central, perseguidos por la policía y los municipales, por los ojos mezquinos de quienes los ven como andrajosa basura arrojada sin cuidado sobre las lozas de la acera.


El silbido me había abandonado cuando puse un pie sobre el puente solitario, no lo había notado, pero ahora otras cosas ocupaban mi mente, debía volver, pero el camino más corto era cruzando el puente hacia el casino y el silbido ya no importaba, pues la prisa por llegar estaba dominando mi quehacer.


“...soy un árbol...y no puedo caer ahora, no puedo dejar que el miedo distorsione mi claridad, me siento inmenso, grande y la imponente altura de mis ramas tocan el cielo, no hay pájaros en ellas, ellos duermen entre las tejas de las casas antiguas, allí no los alcanzan la lluvia cuando es invierno ni el tórrido calor cuando el estío se apodera del mundo...”


Los pasos producían un eco misterioso al chocar contra las paredes que se levantaban a un costado de la calle. Las piedras antiguas , unas sobre las otras, formaban una pared oscura y húmeda, ennegrecida por el paso imbatible de las eras.


Al otro lado del puente una persona en sentido contrario se disponía a cruzarlo, nos encontraríamos en él sobre las aguas del estero. Se aproximaba a velocidad prudente y en forma casi descuidada, llevaba sobre sí una chaqueta larga y gris, un impermeable, algo insólito para esa época del año. Como árbol no debía importarme demasiado, la verdadera preocupación de mi espíritu volaba detrás, como un murciélago colosal, o un ser invisible, emplumado y mitológico.


Ya sobre el puente, el miedo no me había abandonado como esperaba. El extraño ser que caminaba allá adelante llevaba sobre su cabeza una sombra extraña, una luz negra iluminaba su silueta inexpugnable. No había retorno, o eran las sombras de las calles o era aquel hombre. Me decidí a continuar cruzando el puente, por último quedaba la alternativa de cruzar hacia la otra acera y mirar hacia otro lado. Sin embargo, algo peor se presentó ante mis ojos, algo indescriptible y fantástico, un fenómeno antinatural alargaba ese minuto silencioso y terrible, se estiraba el espacio lejano en donde alguna vez me había decidido a descansar, era tan lejano cualquier sentimiento de bienestar, que parecía nunca había vivido alguno. Mientras mi andar se hacía más lento y pesado, noté algo en el ser que venía hacia mí: su cuerpo se agrandaba desproporcionadamente mientras se acercaba. Sentí terror y ya ni un silbido, ni un cigarrillo, ni el recuerdo de aquella mujer que vi en la vitrina vendrían a tiempo a rescatarme (¡ella habrá olvidado el reloj!), no podía olvidar la sangre derramada en el cemento. Yo debía seguir hacia adelante porque, después de todo, era un árbol y no podía amilanarme ante algo que, probablemente, no era más que un engaño a mis sentidos.


Sin embargo, el personaje de allá en frente seguía acercándose y agrandándose. Una niebla se cruzó por mi entrecejo, el latido de mi corazón era el latido de todo mi cuerpo, me estremecía como un cañón durante una batalla interminable, imperecedera, inmortal. Agaché la cabeza para esconder mi cobarde palidez, empuñé las manos ocultando el dedo pulgar por debajo de los otros, metí mis manos en los bolsillos vacíos: nada tenía para defenderme ante una inesperada agresión, mi alma se empequeñeció ante el gigante. El piso del puente comenzó a temblar, el ser extraño estaba más cerca, la basura tirada sobre la superficie se arremolinaba por el viento y el polvo que producían las pisadas del colosal ser aparecido de algún libro prohibido. El puente podría ya no resistir más el peso de ese ser extraordinario, la textura antigua y corroída del puente no sería capaz de soportar si el extraño seguía creciendo. Un torbellino de extrañas ideas se trastocaban entre las habitaciones de mi mente; golpeaban las paredes infinitas de mi ser, derrotándome, desmoronando mis irrompibles estructuras arbóreas.


Pasó a mi lado y me sentía muy pequeño, mínimo, reducido a mi condición de átomo elemental y confuso.


El árbol se convertía en una rama raquítica y seca.


El deseo de correr se apoderaba de mí, pero esperé hasta estar más lejos, a haber dejado atrás al gigante que hacía vibrar el suelo con sus pisadas inmensas. Sentía miedo de mirar hacia atrás , apenas pude corrí, corrí y corrí hasta llegar a la otra orilla del estero. Al cruzar la calle no me pude contener y eché un rápido vistazo hacia atrás, una mirada vaga y presurosa por sobre mi hombro para luego continuar corriendo, hasta alcanzar algún lugar seguro, un refugio.


Miré, pero no vi nada.


Me detuve para poder mirar mejor, pero no había nada, el gigante había desaparecido. Me limpié los ojos con una fuerte presión de mis dedos, puse mis manos alrededor de mi cara para evitar que la luz me cegara, pero nada, no había nada ni nadie, sólo yo, atemorizado y cansado, de vuelta a la vida, vacío.


De regreso a casa, iba perdiendo mis hojas, las ramas se iban desprendiendo de mi ser. Las raíces las había perdido corriendo. El tronco, ya corroído por la nocturna salinidad del tiempo, iba descascarándose hasta dejarme desnudo bajo el rocío de la noche costera. Sólo un pájaro, un ave se posó sobre mí por última vez. Sus alas emplumadas rozaron mi mejilla mientras me detuve a contemplar la calle oscura que moría hacia el levante, hacia el amanecer.


El árbol se había extinguido, había desaparecido para siempre junto al gigante, sobre el puente; su luz se apagó, la oscuridad se apoderó de mi atmósfera en un impulso incontenible, en una contracción del espacio, en una supernova de mi alma. La semilla, deprendida ya de mi ser, quedó plantada en el cementerio del tiempo, recogida entre los pliegues de la superficie porosa de las gentes que caminan sobre los puentes y las calles largas y negras del mundo.

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