jueves, 27 de diciembre de 2007

Trasmundo "El búho"

Traspasada la profundidad inmediata de la noche, entre calles oscuras y humedecidas por la inanimada luz de la luna, esa luz vacía (robada de la bóveda del sol y dispersa en la tenebrosa noche de la ciudad del norte), arrojada al túmulo hueco de sus cavernas insondables; entre la multitud imaginaria de fantasmas urbanos, caminaba mi cuerpo errante y difuso, confundido por la tiniebla de los días y la oscuridad del mundo.


Había encontrado entre callejones remotos algunos momentos de silencio aletargado, a ratos interrumpidos por la marcha presurosa de tenebrosas gentes escurridizas y anónimas. Pero no sabía qué hacer con aquellos instantes: se había diluido mi existencia en reflexiones inútiles y vagas; me había ido alejando de mi cuerpo hasta dejarlo vacío y pusilánime, y hacía bastante rato que mis extremidades yacían olvidadas tras el crepúsculo y sólo se movían por los reflejos prescritos en ellas.


¿Por qué motivo me seguiría la muerte prematura?


Algo invisible socavaba las internas galerías entre mis huesos, algo similar al frío que tras de sí deja la muerte después de llevarse la vida y dispersarla por la atmósfera. La soledad negra del mundo se iba apoderando de mis ojos que, aunque abiertos, nada veían, no distinguían formas sólidas impenetrables: sólo vacío, vacío intocable, inasible. Mis ojos se habían disuelto en las distancias más remotas de mi interior ahogándose en hondos mares oscuros y sin vida. Me abandonaban las sensaciones del exterior; el contexto de mi existencia se resistía como una esponja a darle consistencia a mis pies. Me hundía también en lo profundo, entre los pesados terrones ocultos del subsuelo y me escurría como un ácido entre las sustancias débiles corroídas en mi ser. Mi cuerpo se mezclaba silencioso con la materia bruta subterránea, caía como si hubiese sido empujado por un dedo gigantesco e invisible. De a poco sentía la presión sobre mi cabeza, un calor inevitable me sofocaba por dentro, un humo inodoro se dispersaba entre mis orejas hacia el interior de mi cráneo enrarecido.


¿En dónde se ocultaba la lámpara que mataba la oscuridad?


De pronto me vi sentado en la vereda con los pies entumecidos y alargados hacia la calle, con la punta de los dedos humedecidas e insensibles. Me recogí abrazando mis rodillas tratando de evitar la fuga innecesaria de calor; tratando de reanimarme desesperadamente, buscando algún resto de vida en mi cuerpo olvidado. Algo me unía a él todavía, algo de entre mis órganos animados tenía a mi espíritu encadenado hacia sí evitando la dilución de mi existencia.


La creencia en un Dios, en un ser superior, ensombrecía mi ánimo. El sólo hecho de pensar en un gran ojo que estaba mirando desde el cielo mis pasos, como si desconfiara de mí, como si esperara cruelmente el momento de mi error, de mi caída, para dejarme caer en el pescuezo su cimitarra colosal mientras soltaba una carcajada ensordecedora, y mientras, en la profundidad del fuego, en el corazón negro del averno, Lucifer estiraba sus garras malignas hacia mi corazón dejando su huella indeleble para poder distinguirme así de entre los “otros”, los salvos. Me preguntaba qué tan bueno pude ser en mi corta existencia como para ganarme el odio del demonio o qué tan malo como para ganarme el desprecio de Dios, y si en el resumen impensado de los tiempos una mano gigante desgarrara los momentos de las historias individuales poniéndolas luego en una balanza imaginaria: a un lado las bondades de cada ser y al otro lado su maldad ¿A dónde iría quien lograra el equilibrio en la balanza?.Y si era yo el desafortunado ¿A dónde iría mi alma vagabunda y solitaria?¿Qué otra condena hay más infinitamente dolorosa que aquella?.


Geográficamente hablando, mi alma quedaría en ninguna parte, vagaría dispersa y confundida con el aire invisible, traspasando miles de horas inagotables en la continuación del tiempo: me iría de ningún lugar para llegar a ningún otro, girando invariable y nunca muriendo en los eones.


Mi mano se sumergía de a poco en mis entrañas buscando algunos actos buenos o malos para romper el equilibrio indeseable ¡Cómo se estarían riendo de mi allá en las alturas y en la profundidad de la tierra!.


Un impulso irreflexivo se apoderaba de mí por mantenerme asido a la vida, como una gota colgada en la altura de una estalactita me sostenía al tiempo que, imperceptiblemente, iba solidificándome y aferrándome a la vertiginosa longitud calcárea sin caer. Sentí escurrirse la saliva desde el interior de mi boca y caer espesa hasta mi pecho, no podía dominar aquel fluido que me abandonaba como presagiando mi cercana muerte, huyendo para encontrar otro cuerpo con vida en el cual habitar animando otras conversaciones que, desde entonces, yo ya no tendría.


¿En dónde estaban las cosas paridas por la tierra y dónde las que no pariría nunca?


En mi pecho se habían despertado los pájaros negros dispuestos a devorarse los restos de mi carne descompuesta: colgaban sus cuerpos con sus patas aferradas a los invisibles y abruptos peñascos de las cavernas oscuras de mi ser. Otros, en cambio, iban muriéndose conmigo agotados de esperar por el término de mi lucha aciaga, caían despeñados por mi cuerpo a través, vencidos por la fatiga infinita de la escasa luz que todavía corría por entre mis galerías orgánicas. En los bosques de árboles famélicos se despertaban las serpientes que se habían mantenido atrincheradas reservando celosas su ponzoña, renovando eternamente sus cuerpos, esperando a que el espanto que reina en aquellos bosques despertase haciendo hervir mis entrañas, apresurando el nacimiento de sus fieras crías que habrían de carcomer los restos destrozados de mi cuerpo enterrado.


En la medida en que iba y venía mi vista desde el interior, tomando contacto superficial con lo externo, el desorden aumentaba entre mis ideas haciéndose endémica la sombría sensación del caos de la muerte. Mi vista ya no daba para sujetar objeto alguno adentro de su órbita, y mi cabeza caía como si se hubiese estado sumergiendo en un extenso y profundo sueño.


¿Qué lucha se podría sostener con tanta oscuridad interior?


Debió transcurrir muchísimo tiempo antes de que despertara de aquel desvanecimiento prematuro de mi mente hacia las cloacas inmundas del habitáculo de la muerte. Mi cabeza giraba como en el ojo de un vórtice cuyo centro, cuyo ojo, orbitaba lejos, muy lejos perdido en la inmensidad del universo. Había bebido demasiado: ya no era saliva espesa la que colgaba desde mi mentón hasta desparramarse en el suelo y parte de mis ropas: era vómito, un vómito amarillento revuelto con un fuerte olor etanólico, cuyo espíritu me rodeaba como una nebulosa; parte del alimento a medio digerir que quedaba en mis vísceras había sido expelido también hacia el exterior tiñendo la solera de aquella calle despoblada. Sin embargo, en aquel estado semi-inconciente, mi alma tomaba contacto poco a poco con el resto de mi cuerpo, animándolo y regresándole a cada órgano sus movimientos habituales.


Fue en esos instantes en los que me percaté de que ya no estaba en el último lugar que recordaba hasta antes de caer en el sopor alcohólico en el que me había sumergido violentamente después de haber bebido indiscriminadamente tratando de olvidar algo que ya no recordaba. Me llamó la atención lo alargada que se veía la calle hasta sumirse tristemente en la oscuridad lejana, cómo se iba agotando su vida en la medida en que la vista la traspasaba tratando de tocar su infinita longitud. Algunos árboles mustios la orillaban, como tristes espectadores de su funeral, como un cortejo sombrío interminable; mientras dejaban caer sus hojas simulando lágrimas hacia la vereda, desierta de otros objetos salvo las hojas: solitarias unas, amontonadas otras, en fin, entregando su sustancia, consumiéndose al tiempo en que la de la calle crecía con aquellas presencias sin vida, cuyo trozo de alma (arrebatado del árbol) les impedía continuar con sus funciones naturales, muriendo.


Me alejé limpiando mi rostro con la manga del abrigo que llevaba puesto, inútilmente busqué un pañuelo en los bolsillos, inútilmente busqué papel. Sólo me embriagaba una extraña sensación de desdoblamiento cerebral; es decir, como si mi cuerpo estuviese caminando aquí justamente, tal como parece y, sin embargo, tenía la sensación de estar varios pasos más allá, como si ya no estuviera aquí sino en otro momento, en otra calle, bajo otras estrellas. Y la perseguí: comencé una carrera desaforada sin siquiera poderme despegar del lugar en donde estaba, pero iba hacia otro lado. Como si me hubiesen comenzado a crecer alas me sentí de pronto en el aire, a varios metros del suelo. Pensé en el alcohol que yacía atorado en mi cuerpo y me controlé, evité caer una o dos veces después de haberme erguido dificultosamente. Y, sin embargo, no era ésta la primera vez que me alzaba borracho sobre los árboles y los edificios apagados de la noche.


La ciudad la había sobrevolado muchas veces en sueños. Me había dilatado entre las horas melancólicas inhalando el suave aire que trae consigo la nocturnidad; en la aparente quietud del vuelo (casi como el de un sueño extraordinario), le iba acortando su letanía, su inercia y sus silenciosos latidos, como si le encogiera sus dedos negros hasta perderlos de mi vista, hasta cuando declinara el día nuevamente por sobre las olas en el horizonte, momento en el cual le devolvería a mi antojo su prolongación habitual para que pudiera sostener mis alas, para que pudiera alimentar su insaciable apetito de oscuridad y procrear nuevamente sus bestias invisibles, dándole vida al miedo y a la locura silvestre de los perdidos entre las calles, a aquellas desamparadas y transitorias existencias humanas.


A ratos reposaba mi vuelo sobre el tejado alto de una casa y observaba entre los rincones visibles -a pesar de la tremenda oscuridad- el más mínimo movimiento, la más leve variación no producida por el viento ni por las leyes microscópicas que lo rigen, sino por presencias verdaderas, físicas y con vida.


Las calles de más allá las conocía sólo a través de vuelos ligeros y despreocupados; no solía detenerme allí por aliento, o por algo notable que despertase en mí algún proceso complejo de suposiciones dilatorias de la noche. Pasaba. Sólo pasaba, como pasé también por sobre muchos de los tejados humectados y adormecidos, los que dejé atrás hasta olvidar sus contornos y su geometría. Eran sólo un recuerdo fugaz dentro de mi arrinconada memoria, la cual se me aparecía de pronto en aquellas noches vacías y simplonas; aquellas noches en que me quedaba detenido a esperar impreciso y nada, nada acudía a reunirse con mi invisible existencia y, sólo entonces, rumiaba esos recuerdos vagos para entretenerme hasta el amanecer y dejar otro día almacenado en aquel rincón de mi cabeza; día que –de seguro- recordaría más tarde que recordaba lo que ya no recordaba, no porque no quisiera acordarme si no porque no podía, para entretenerme hasta la aurora, y luego pensaría que me acordaría más tarde de esos recuerdos inmemoriales.


A veces me parecía como si mi cerebro tuviera oquedades, como las que tienen el pan y el queso. Como si tuviera galerías diminutas por las cuales nadan el vacío y el olvido; espacios inútiles que provocaban lagunas en mis recuerdos con el único fin de mortificarme en momentos de ocio, dejándome un arpón clavado en el alma, como si fuera yo un cetáceo alado al que han herido sin atrapar y que huye –hasta el sueño diurno- con un dolor que desaparece lentamente; dejando un agujero en su cuerpo, como un cráter carcomido por la erosión pluvial de las horas diurnas, hasta que, por fin, desaparece. Yo sé que más tarde volverían a clavar un arpón en mi cabeza, y sé que quedarán nuevos agujeros en la masa esponjosa que navega en ella, pero recordaré, sí, recordaré y no podré olvidar. Más si ahora estoy recordando involuntariamente tras haber vomitado mi alma en la acera.


No significa –creo yo- que mi inteligencia vaya despareciendo, ni que sea descendiente de seres anormales, como si mi espíritu fuera producto de la rancidez de la naturaleza, y que los hongos y bacterias produzcan mutagénesis en mi interior. No, no creo que aquellos seres carcinogénicos y genotóxicos (o aquellas sustancias que expelen en su excremento), tengan un efecto dentro de mí. No, no lo creo. Pero me he sorprendido conversando a las estrellas y sus nebulosas –como ahora-, cuando tengo tiempo y nada sucede. Yo sólo sé de las noches y los árboles, de los tejados, los postes de alumbrado. Pero ya la noche es vieja, pronto asomará la primera luz sobre el horizonte y no dejo de pensar en la locura.


La escalera que sube es también la que lleva hacia abajo.


Remonté mi vuelo por sobre las calles cada vez más solitarias y por sobre las casas que me parecían abandonadas desde hace mucho tiempo. Me había resignado a otra noche estéril de sueños alados solamente; había pasado demasiado rato complicándome en mis pensamientos absurdos. En esa trayectoria divisé a un muchacho tendido sobre la vereda, casi al borde de la calle con su cabeza entre las rodillas, como si durmiera o como si estuviera muerto. Me pareció que estaba mojado, como si hubiese vomitado su alma en su cuerpo. No era sangre, puedo estar seguro de eso porque sé que la sangre es roja, la conozco, la he visto salir de mi cuerpo otras veces, y también la he visto salir de los hombres cuando caen pisoteados por las máquinas metálicas que se mueven en las calles. Y también vi a una mujer abatida en una calle cerca de la plazoleta en donde está el campanil de la universidad. Yo me detuve a contemplarla por un rato, pero la lluvia temprana de la dormida tarde anterior me alejó de allí y, repentinamente, tuve que quedarme en un árbol más o menos grande, porque la lluvia no amainó sino hasta muy avanzada la noche. No recuerdo mucho su rostro, pero su sangre quedó marcada allí por un tiempo y, a pesar de la lluvia, no toda llegó hasta la alcantarilla de la esquina, no todo fue tragado por entre las rejillas metálicas: una parte quedó como una prueba de su existencia interrumpida violentamente.


En mi trayecto me detuve a descansar una o dos veces antes de llegar a la plaza del museo, en el cual había hecho un espacio para mi reposo con algunas cosas que había recopilado por años y que iba amontonando en un rincón y que, después de algún tiempo, las desechaba para entretenerme buscando otras. Mas, las porciones taladradas de mi memoria –de aquellos espacios en donde se habían depositado aquellas cosas que sólo yo sé y que no he podido olvidar-, se habían postergado durante mucho tiempo; se habían comprimido bajo los estratos más recientes de mi corteza cerebral, debajo de mi cabello. Poco a poco iban siendo horadadas esas paredes cristalinas como por un taladro mineral, e iban siendo expulsados hacia afuera (como gases comprimidos expelidos de una sola vez) los restos orgánicos descompuestos de aquellos recintos. A veces podía sentir las bocanadas ásperas de cosas viejas que asomaban a la superficie y giraba mi rostro como si tratara inútilmente de evitar el olor putrefacto en mi interior. Trabajosamente empequeñecía mis ojos tratando de auscultar el misterioso trajín de aquellos gusanos invisibles y, sin embargo, nada o casi nada le era devuelto a mi memoria que al menos fuera significativo.


Traté de sumergir mis manos en el fangoso material que envolvía a mis ideas y recuerdos, mientras acariciaba con la memoria paisajes y personas olvidadas por mucho tiempo.­ Los nombres de calles, antes transitadas cotidianamente e incluso los nombres de aquellas personas que fueron testigos de andares viejos, estaban allí inscritos; como memorias apiladas por siglos, simulando eslabones inmateriales encadenados entre sí por no sé qué de sustancias inasibles. Otras, en cambio, me eran cotidianas todavía y, quizás por eso, las miraba de reojo, casi descuidadamente, como se mira la vereda que viaja invariable por debajo de los pies y que sólo es interrumpida por las heridas que le causa el metal frío de los rieles y el entablillado que queda eterno en aquella cicatriz para el paso intermitente de los trenes.


Me paseaba de una cosa a otra, de las pretéritas a las presentes y viceversa. Me percaté de aquella pequeña diferencia que existe disimulada entre ambas: sólo las cosas presentes estaban sujetas a mis emociones y su valor era el estar y no el ser. Es decir, aquéllas eran importantes porque tenía que estarlas enfrentando mientras me oponían resistencia y luchaban contra mí, contra mis sentidos y mi espiritualidad; pero su esencia final, en muchas de ellas, era vano y pasajero. En cambio, el pasado ya fue y no volverá a ser a pesar de sus similitudes con el hoy, y sólo me regocijaba en contemplarlo ahora libre de confrontaciones y lucha; era su sustancia la importante y no su presencia, lo que de allí sustraje es lo que ahora recuerdo y que se me aparece nuevo y fresco, como si lo estuviera contemplando por primera vez. Sin embargo, de entre aquellas cosas mezcladas todavía con el presente, algo ponía continuamente a prueba mis capacidades de inteligencia y aprendizaje, llevándome a seguir un camino que recorro y que desconozco para qué lo recorro, sólo voy hacia allá jalado de una mano y empujado por la espalda, frenado sólo por mis temores y vergüenzas, por mi orgullo, por mi estatura, en fin, por todas aquellas cosas que ponen obstáculos a mis pasos y a mis voces. Yo he visto a los insectos recorrer sus vidas, arrastrar penosamente su destino en un ir y venir predecible y lógico, conocedores o no del por qué o para qué de su camino, siempre lo andan dentro de los parámetros del comer, reproducirse y morir, adaptarse o sucumbir y devolver sus materiales internos al ecosistema para mantenerlo en equilibrio. Y así también las plantas, en ese mismo afán, siguen su trayectoria limitada por variables medibles y conocidas. En cambio yo iba siguiendo mi camino no sabiendo ni el cómo ni el por qué y mucho menos conociendo el objeto final de tan penoso viaje.


La muerte me lleva, inevitablemente, hacia el porvenir.


Llegué apurando un poco el tranco, como si el tiempo se fuera escurriendo en el entretanto en que miraba aquellas cosas y esa fantástica oportunidad estuviera a punto de esfumarse para siempre. No le presté atención a cosas que, probablemente, algún día fueron importantes; las dejé arrinconarse junto a las paredes imaginarias y amontonarse desordenadamente unas sobre otras, por allá, al lado de las presentes. A ratos me resulta difícil de explicar aquel estado de sopor, de ese tránsito inesperado entre los pasillos nublados de mi memoria. Pero, por entre los escombros, encontré aquella palabra perdida de mi boca; esa palabra que escarbé tanto tiempo en mi cabeza tratando de alcanzar. Apareció de súbito, como una luz inesperada dentro de la más terrible oscuridad y la limpié como a un tesoro enmarañado y embarrado por los años salvajes del desuso. Ahora la tenía para mí, como la había tenido entonces y no quería perderla, no quería que se alejara como lo había hecho hace tiempo. La nombraron mis labios y la siguieron nombrando durante largo rato. Tuve sólo unos instantes de reposo antes de seguir hurgando por otros objetos preciosos ocultos en la profundidad de mi ser, pero me sumergía demasiado entre los laberintos barrenados en mi cabeza y llegué a muchas encrucijadas en ese camino y no sabía qué sentido tenía para mí aquel viaje fatigoso. Me detuve nuevamente, pero la oscuridad crecía y ya no divisaba ni siquiera aquella sensación de luz que me había dejado aquella palabra aparecida de pronto con muertes prematuras eternas. Y de entre aquellas divagaciones (en donde mi camino se encontró con otros caminos dejando al mío indeciso sobre cuál seguir: si aquel que me dejaba el norte cada vez más hacia sur o aquel en que, probablemente, algún disparo perdido habría de matar mi primer apellido borrándolo para siempre de mi nombre), saqué uno que otro peñasco coagulado en las costras de mi alma. En esos delirios recónditos, en donde ya no me engrandecía el dejar de hacer, es decir, en donde ponía fin a aquellas privaciones y me agigantaba luego con las cosas que comencé a hacer, me dormí un par de veces en los brazos del llanto mudo de aquel tiempo áspero de mi vida, y me retorcí en el fango litúrgico en busca de sordos consuelos para mis hendiduras y mis cicatrices abiertas por la violencia de otras palabras que giraban por ahí, amenazantes todavía a pesar de las horas y las distancias.


Desde luego, en ciertas cuestiones indiscutibles, resulta más fácil hacer que dejar de hacer; pero en cosas altas –altísimas-, es en el hacer en donde se es medido, el resto es sólo para los falsos profetas que se justifican con discursos evasivos, con palabras elocuentes y adornadas de vanos sofismas muertos, diluídos hace ya muchas edades.


En esos rincones descubrí uno que otro estandarte: esas banderas sombrías que yacían silenciosas y apagadas, como si se trataran ahora de países derrotados de cuyas tierras habían huido atemorizados sus habitantes en un éxodo masivo, olvidándolo y borrándolo para siempre de todos sus mapas y, entonces, todo transcurriría más hacia el sur y el norte estaría cada vez más hacia el norte, como un destello lejano y sombrío, como una luz agónica, prisionera entre las masmorras taladradas de mi memoria. Y allí están ahora, como calaveras erguidas abandonadas por la carne y el alma, como si hubiesen muerto de muchas muertes por aquellas cosas de esperar, como si la paciencia hubiese sido más eterna que la vida de sus cuerpos, prolongándose hasta más allá de los territorios del ser.


A veces me parecía un viaje siniestro y perverso; otras, me parecía agotador e inútil; pero, más tarde me dí cuenta de que entre aquellas viejas habitaciones vacías, había más que fantasmas y óleos adosados a las paredes mohosas. Había otros yo, otros ellos, otros nosotros. Todo había mutado silenciosamente con el pasar de las estaciones. Cada otoño caían otras hojas que tapizaban aquellos portales en donde me detenía a esperar por la lluvia, y otros caracoles grababan sus huellas en mi sombrero, como testimonio frágil –pero luminoso- de sus existencias eternas entre las vegetaciones calcinadas en los fríos punzantes de aquellos años. Entre los jardines que recuerdo vi no sólo a aquellos gasterópodos; también me arrastré entre las cenizas excretadas por el apocalipsis de los árboles y de las sillas, devorado todo por el fuego e interrumpido sólo por las lluvias ocasionales de mis ojos. Allí puse mis pies y mis manos, entre las verdes habitaciones, como protuberancias incipientes de la superficie del suelo y ví de nuevo las rejas: la cárcel imponente que envolvía con un silencio violento el rincón ahora recorrido por mis ojos internos.


Nunca tuve una linterna en los ojos.


Pero la palabra que había encontrado se iba desgranando como los terrones arrojados al tumulto, como aquellas porciones de tierra y pasto lanzadas hacia la cara a la salida de un callejón oscuro, y que caía con desdicha hacia el suelo sangrando su sílice mezclada con la clorofila desperdiciada entre los dedos; su espesa materia arrancada de la paz infinita del subsuelo, diseminada ahora entre los párpados inocentes de la infancia irresponsable hacia los lentes dañados de la adultez despreocupada. Me oí correr entre esas memorias. Me oí en silencio y sentí mis pies desterrados a calles todavía más vacías y nocturnas.


Después de un rato de oir y ver entre los túneles, descendí hacia un cuerpo más destrozado que los que recordaba hasta entonces.


Habían trozos metálicos dispersos por toda la calle. Un ruido de sirenas y luces rojas y blancas de alerta detenían a los otros vehículos que transitaban por allí. En una camilla angosta viajaban los trozos inertes de un hombre tapado con trapos ensangrentados por entre los cuales no pude ver su rostro. Pero lo que a mí me atraía hasta ese lugar era un objeto ovalado que se movía con penosa dificultad, como si observara con sumido desconsuelo la escena irrepetible de la muerte prematura; la imagen apresurada del tiempo en los instantes en que la vida es arrancada de cuajo, cuando el alma cae destrozada acompañando a cada uno de los trozos del cuerpo, muriendo con ellos.


Parecía un ojo. Y, en efecto, era un ojo desprendido de un cuerpo violentamente destrozado. Todavía parpadeaba, como si los últimos impulsos del trozo de alma que viajaba en él trataran de aferrarlo inútilmente a la existencia terrenal, como si temiera en la muerte algo horrendo y funesto.


Lo cogí entre mis dedos y lo alejé hasta el lugar en donde más tarde lo devoraría sin acordarme del oscuro incidente. Es más, ni siquiera sé si es de real importancia que en estos momentos lo recuerde. Un ojo alejado del cuerpo no es nada más que un ojo muerto impulsado por los últimos latidos eléctricos de su antigua existencia, nada más. Me conformé pensando en que ya no me veía. Aunque reconozco que su mirada me ha angustiado en más de una noche entre sueños y me he despertado de súbito con el pecho inflamado lleno de angustia y remordimiento.


La vida es el infierno de los necios que temen en la muerte su castigo.


Si pudiera recordar todas aquellas cosas que han ocurrido entre estas calles, debajo del techo nocturno, probablemente la cordura me habría abandonado antes de que llegara a la soledad infinita, y quizás estaría en otros cielos buscando las respuestas desconocidas todavía para mí. Como aquel centauro que galopaba entre los matorrales del cerro viejo, escondido a los ojos de las estrellas y visible sólo para lo horrorizados ojos de la locura. Aquella bestia extraída de las masmorras putrefactas del averno se divertía deformando la galaxia de hojas negras de la higuera, trastornándola de veras en una criatura alada y despiadada, con fragancias sólo perceptibles a los viajeros de la nocturna soledad de la muerte. Yo la he visto alejarse incluso sobre los puentes tardíos, sobre el estero al otro lado de los cerros, y abalanzarse sobre las espaldas heladas de los atormentados que corren sin destino, hacia la postura fetal postergada por la vida, buscando infructuosamente protección. Otros han caído desde más alto, inclinados por la tormenta y los vientos australes. Incluso han cerrado sus ojos, tratando de evitar el abismo inminente que, sin embargo, los devora hasta dejarlos vacíos e inertes, desarticulados, como un ojo arrancado de la cuenca natural que lo alberga.


Pero esa noche abrigaba otras cosas en su regazo. Revolvía a las estrellas en torno a un eje invisible y se las tragaba como si fuese presa de un hambre inagotable, hasta que todas desaparecerían permitiendo reinar a la luz solar. Pero el sol no llegaba, como si el gran ojo se hubiera quedado dormido para siempre, o como si estuviera retrasado en algún quehacer importante, grave, impostergable. Como si se estuviera encaminando a perecer inútilmente en una muerte voluntaria llevado por la soledad cósmica que lo gobierna ¿Trataría acaso de evitar el funesto sino de las rocas y del fuego?.


Su soledad, la del sol, era el refugio en donde se acurrucaban los hombres tristes, aunque no existe soledad más extensa que la que se oculta tras los ojos, y ni siquiera el sol podría llegar tan adentro como para saberlo. Aún así moría, como temeroso de su propio furor violento. Pero aparecerá. Lo sé y, sin duda, lo hará con resignación, pero con dignidad, porque él también arrastra un sino inevitable, aunque desee en lo profundo de sus gases incandescentes ya no mirar esta ciudad, ni estas casas, sino que habitar en los confines del océano, donde parece ocultarse mientras asoman las pléyades cuando es incompleta la luz inmortal y no es completa la oscuridad, y olvidar allí su nombre y sus haces implacables, para que no sobrevivan sus dolencias, para no morir disperso tras haber derramado todo su ser en la tiniebla del cosmos. Así me desgrané yo mismo tantas veces mientras esperaba aquellas porciones de luz caídas desde lo alto, desde el seno gaseoso, porque los hombres vagamos con nuestras penalidades a cuestas, con nuestro tormento adherido a los hombros por dolorosos y filudos clavos, y ninguna tierra en realidad es lejana y todos los caminos yacen abiertos, mas, por la premura de los viajes impostergables, al final marchamos sin el equipaje necesario, teniendo que dar de nuevo contra nuevas paredes que parecen entorpecer siempre nuestros senderos.


Me disolví también en los entretechos oscuros cuyas paredes eran abrigadas por dibujos silenciosos y multicolores, y me rearmé en silencio, como si esperara la lluvia sobre las tejas corroídas por el aire de la tarde, como si fuera el primer espectador de un diecinueve de Abril, o como si fuera el único ser detenido en una estación de trenes por donde nunca pasan los demás. Yo también desaparecía de vez en cuando en las multitudes, entre las calles desoladas y resecas del verano, y me nublaba de pronto entre hallazgos inesperados que me aturdían entristeciéndome sin querer y me callaba solo, como si antes hubiese estado hablándome en voz alta, como si antes un torbellino irrepetible se hubiera abalanzado sobre mi lengua, llenándola de palabras que sólo conocen mis dialectos internos: ese lenguaje autóctono que se habla sólo dentro de mi alma, inexpresable para los demás, salvo a través del lenguaje cotidiano y frío, salvo por aquellas pisoteadas palabras carentes ya de colores y formas propias, pobladas ahora por formas públicas y, por tanto, insensibles y prosaicas.


Mientras no llegaba el sol, me detuve sobre un árbol viejo y grande a contemplar un objeto extraño que reflejaba la luz dispersa de los postes de alumbrado callejero. Aquel objeto se movía como un ser alado y torpe, que caía repetidamente al suelo quedándose allí como muerto, inmóvil. Pero era luego levantado por una mano extraña que lo impulsaba a moverse, como si lo estuviera impulsando a volar, mas éste no estaba todavía listo para el vuelo y caía otra vez. Yo ya no tenía hambre, así que me quedé allí observando sin ánimo de acercarme demasiado y sin la intención de alejarme tampoco. Los minutos pasaron ante mí como una hoja que cae desde un árbol demasiado alto como para que desde su copa se distingan los objetos, y que se mece entre las capas de un aire denso, pero transparente y quieto. Mi cabeza daba vueltas entre recuerdos fugaces y desarticulados, pero me quedé allí y no pude dejar de observar a aquellas personas que estaban sentadas en un banco de la plaza que me miraban –o parecían hacerlo-, mientras arrojaban de nuevo a aquel objeto blanco al aire, hasta que caía otra vez en su sempiterno reposo.


¿En dónde terminan las escaleras?¿Será arriba?¿Será abajo?


Al rato de observar la situación llegó un hombre enmudecido y estropeado, como si el tiempo hubiese caído de golpe sobre él, aplastándolo, arrollándolo como un ferrocarril salvaje hasta mutilarle el ánimo y el semblante, como si la calle se lo hubiera llevado antes, como si en verdad no estuviera allí, sino que vagaba su espectro enrarecido en busca de alguna cosa no acabada, como si, antes de morir, antes de aflojar sus tendones, hubiese buscado dentro de sí un calor funesto que lo arrastró finalmente fuera de los territorios de la muerte para alcanzar al fin esa cosa inconclusa. Era como si hubiese sido desenterrado del abismo negro –o expulsado de él- a causa de su incompetencia; como desterrado de todos los lugares, ignorado por el cielo y los infiernos; desamparado por los árboles y sus ramas humedecidas en la noche, arrebatado del único ojo que, postrado sobre sí y lejos de su órbita, parpadeaba vacío; como si entre sus dedos hubiesen muerto los intentos y las alas de la mariposa. En fin, era como un viajero perdido en las ciudadelas que lo poblaban por dentro y que, mutiladas ahora, callaban terriblemente agudizando su soledad, desenmascarando al verdadero espíritu que lo abandonaba.


Yo me fui un rato después y no volví a ese lugar. No me acerqué ni al objeto blanco ni a ver de cerca a aquel hombre enmohecido. Me alejé pensando, imaginando escribir mis historias algún día, antes de morir; antes de despedirme de las calles y de las ausencias repentinas e involuntarias de mi vida; antes de encontrarme de frente con mis ojos; antes de que las lluvias y la locura me despojaran de mis alas; antes de que mis ojos se fueran para siempre de su órbita y se anegara el último istmo que me mantenía atado a la vida. Pero el sol no volvió, o al menos no estuve allí para saberlo. Me fui por una calle desconsolada y solitaria y noté cómo los árboles se asomaban a mirarme, como si me hubiesen visto pasar antes, como si me reconocieran y no comprendieran el por qué de mi trayectoria hacia la oscuridad profunda de allá lejos, en donde parece morir para siempre la calle.


¿Qué ojo oscuro me habrá mirado desde el interior de las ventanas de aquella calle?


Mientras avanzaba me invadió un deseo incontrolable de fumar un cigarrillo; mi organismo pedía a gritos alguna dosis de nicotina, desfalleciendo a falta de ésta. Me registré insistentemente tratando de pensar y recordar si acaso llevaba conmigo aquella sustancia que habría de volatilizarse en mi pecho dándole alivio a mi corazón vacío, desocupado de aquella tristeza que me arrojó a los pies de una botella de zumo negro de uvas fermentadas.


Antes de doblar la esquina, donde perpendicularmente era cortada la que yo transitaba, oí murmullos: una conversación de complicidad con voces masculinas que, a ratos, arrojaban un “sshhhhh!” tratando de silenciar al resto. Mi corazón temblaba dentro de su recinto mareado; mi cabeza, semiaplastada por la noche aquella, no me dejaba pensar con claridad. Me quedé detenido en la esquina, en el vértice donde era interrumpido el largo funeral de la calle, esperando oir mejor.


A los “sshhhhh!” seguían breves silencios que eran reemplazados por nuevas conversaciones silenciosas. A ratos las palabras se convertían en risas y éstas en nuevos “sshhhhh!” y ahí venía el silencio otra vez; ese silencio que precede al trueno, entre el relámpago y el estruendo del cataclismo del cielo. En esos silencios podía pensar con más claridad, pero estaba aterrado. Las voces provenían de dos o tres hombres distintos, pero yo estaba solo y, en aquel estado, no tendría oportunidad contra ellos.


Ya conocía todo cuanto poblaba mis bolsillos, pues había buscado un pañuelo, papel y cigarrillos y no encontré nada de eso: sólo tenía las llaves de la casa y un par de monedas insuficientes como para pensar en comprar algo útil. La geometría del lugar escapaba a mis conocimientos, pues todo parecía alargarse y luego contraerse, curvándose en algunos puntos disímiles. Hasta ese entonces las calles habían sido para mí grandes pasillos deshabitados, túneles profundos hacia la noche por donde erraba yo como un viajero tardío, retrasado hacia todos los eventos vitales; pero la deformación producida en aquella noche que relato, por la presencia insólita de aquellas personas que me acobardaban en una esquina, me hacía recordar a mi cuerpo huyendo de las presencias humanas diurnas de la ciudad; éste parecía una cáscara que iba engrosándose hasta dejar a mi interior aprisionado contra sus paredes, comprimiéndolo hasta dimensiones subatómicas, adimensionales.


¿En dónde se me habían perdido todas las cosas inútiles? ¿Cómo podría haber sincronizado mi existencia a la de las calles solitarias?


Me incorporé, sustrayendo valor desde algún remoto escondite de mi cobardía, quizá un efecto colateral de mi etanólica percepción de las cosas. Intenté silbar para disimular un poco, pero no pude: temí llamar la atención de aquellos extraños y, además, todavía quería fumar y ellos quizá serían los únicos que podrían asistir al grave estado de delirium que se apoderaba de mí. Anduve cinco o diez pasos y quise huir como una rata, esconderme en las cloacas putrefactas, confundiéndome, camuflándome. Mas no lo hice, seguí hacia adelante pero con mayor pausa, quería parecer sereno y esconder mi borrachera, tapar las posibles debilidades evidentes para rescatarme de aquella situación y fumar al fin, sentir el humo calentando mi interior, dándole paz a mis sentidos trastornados, alterados y confundidos.


Cuando me iba acercando hacia el lugar desde donde parecían provenir las voces, me dí cuenta de que estaban sentados en una banca a orillas del pasto en una plazoleta. Miraban hacia lo alto de un árbol y, a ratos, miraban hacia el suelo un objeto blanco que estaba tirado allí. Se oían murmullos pero no podía descifrar todavía sus mensajes secretos. Oí risas seguidas de un “sshhhhh!” igual a como lo había hecho desde la esquina, pero esta vez más fuerte. Me sentí extrañamente seguro mientras me les acercaba.


Ya casi tomando pleno contacto visual con ellos, noté que el objeto que estaba tirado en el suelo no era más que una hoja de papel en blanco a unos metros de donde estaban sentados. Cuando estuve allí, prácticamente pisando la hoja, me incliné, tratando de ser gentil y esperando recibir una buena acogida a mi petición, pero fui bruscamente interrumpido por uno que me dijo:


- ¡Deja ahí ese papel, hueón! ¿No veís que estamos tratando de cazar un búho?


Cuando terminó sus palabras me indicó con un ademán la dirección en la que se suponía estaba el ave y, en efecto, al levantar la mirada hacia la copa del árbol adyacente a la banca noté un cuerpo plateado posado sobre una rama. Sin embargo, sentía que mis esperanzas se habían destrozado con mi gesto estúpido y me quedé un rato allí para colaborar con otro par de ojos que miraban fútilmente hacia la altura, con pensamientos cruzados y sin sentido, pero esta vez hubo un silencio cósmico, telúrico y ronco: yo era un extraño que invadía su territorio secreto de cacería y que, además, interrupía su comunión de risas y ¡sshhhhh! intermitentes con mi presencia. Me alejé del papel acercándome al grupo que, sumándome a mi, era ya de cinco personas.


-¿Se puede cazar a un búho con ese papel? – pregunté, sorprendiéndome yo mismo de oir mi voz, de haber sido capaz de seguir interrumpiéndoles su juego. El alcohol viajaba todavía por mis venas, de eso me había asegurado.


- Sí – me dijo.


Luego tomó el papel del suelo y lo lanzó al azar para que pareciera una especie de alimaña que se movía en la oscuridad, pero el búho parecía no estar interesado en la presa, o bien el papel no estaba incluido dentro de su dieta. Este último pensamiento me produjo una risa interna que no aflojé en mis labios.


- ¿Te gusta el dibujo? – dijo señalándome unos bocetos que tenía en una carpeta junto a él. Los otros seguían callados observando la situación, la cual había deformado yo para ellos como ellos para mí.


- Sí – respondí en voz baja, estirando mi mano hacia el dibujo que él me ofrecía a prestar detalle. Lo tomé y lo miré con asombro, pues en él aparecían unos personajes que parecían sacados de la mitología griega, se llamaba “la conciencia en Acuario” en donde los ojos de un dios traspasaban la mente de una joven iluminándola como una estrella. Yo soy “acuariano”, por eso me sorprendió en sobremanera que me pasara ese dibujo precisamente.


- Es tuyo – me dijo.


Abrí mis ojos con una sorpresa que no pude disimular.


- ¿Por qué me das este dibujo en especial?


- No lo sé, me gusta – me respondió, dejándome perplejo.


No entendía por qué me lo daba si a él le gustaba tanto ese dibujo.


- Es que ese es justamente mi signo zodiacal – dije, a ver si él se sorprendía también.


- Perfecto entonces – y siguió mirando hacia la copa del árbol, ignorándome.


El búho no se movía de su sitio elegido de observación aérea. Yo estaba atónito pensando en el dibujo que me había regalado aquel hombre. Todo siguió igual hasta que llegó el momento esperado: uno de los otros hombres que se había mantenido silencioso, sacó un cigarrillo desde el bolsillo oculto de su camisa bajo el chaleco. Pausadamente buscó entre sus bolsillos algo para encender el cilindro nicotinoso. Otro, que estaba a su lado, fue más rápido y le acercó un encendedor que interrumpió violentamente la impenetrable oscuridad. Succionó del cigarrillo, inhalando el precioso humo oculto en él, para luego dejar salir una parte por la nariz y, más tarde, el resto por la boca. El que le había dado fuego sacó de su bolsillo una cajetilla, sustrajo de allí un cigarrillo y lo encendió. El que me regaló el dibujo le pidió uno y su anhelo fue concedido al tiempo en que estaban ya todos fumando y mirando al pájaro sorprendido por la inesperada luz de acá abajo. Tenía un nudo en mi pecho: no me atrevía a pedir uno para mí por temor a parecer interesado, por esto busqué en mi cabeza por alguna conversación interesante y acorde a la situación.


- ¿Sabían ustedes que...


- ¡Ssshhhhhh! – contestaron todos en coro, y me callé.


Pasó otro rato silencioso, pero estaba decidido a pedir un cigarrillo, así que me incliné y le susurré al que tenía la cajetilla:


- ¿Me convidas un cigarrillo?


- .........


En silencio sacó de su bolsillo la cajetilla y me dió uno.


- Toma, flaco – me dijo y volvió a su silencio, mirando hacia la altura al búho.


Una brisa fría cruzaba la noche a través, revolviendo parte de las hojas caídas sobre el césped de la plazoleta. Noté que el papel también fue sacado desde el último lugar en que había caído, mas el búho parecía no prestarle atención. Mi mano que sostenía el cigarrillo temblaba, iba desprendiéndose del calor de mi cuerpo arrojándolo a la atmósfera, siendo éste arrastrado por el viento hacia la oscura boca de la calle.


¿Acaso el búho le prestaba oídos a las alas de la mariposa nocturna?


Mis piernas se iban agotando de estar paradas allí en frente de los desconocidos cazadores de aves. Sentí el deseo de hincarme y dar alivio a mi cuerpo, desprenderme de aquella postura erguida sin hacerlo notar, sin llamar la atención de los otros y poder fumar tranquilo mi cigarrillo...¡pero, si no estaba prendido!. Aquello era realmente trágico para mí: debía interrumpir el silencio otra vez y molestar por un poco de fuego para nutrir al fin mi deseo desesperado por inhalar el precioso humo del tabaco calcinado.


- ¡Ssshhhh! – escuché que alguien musitó haciendo un ademán con su brazo derecho, como si tratara de detener cualquier movimiento inesperado de nosotros.


El búho se había movido. Con extraña fuerza hurgaba por entre las plumas de sus alas con insistencia; algo lo molestaba, quizás algún piojillo que, escarbando su epidermis, lo iba horadando hasta producirle algún dolor imperceptible para nosotros, a no ser por la forma en que el búho parecía buscarlo para darle muerte.


Menos que nunca podría pedir fuego. Sin embargo, uno de ellos sacó otro cigarrillo y lo encendió, y comenzó a fumar de nuevo. Era el que me había regalado el dibujo, así que no habría de ser tan difícil, pues algún lazo había establecido con él.


- ¿Me convidas fuego?


- No.


Y luego agregó:


- Busca tú – y desde ese momento yo había desaparecido para ellos.


Esperé unos momentos y luego me fui, confundido y atontado por la inesperada respuesta que aquel hombre había dado a mi solicitud. Después de doblar la esquina, mirando el cigarrillo que llevaba inerte en mi mano, me detuve a pensar sobre los hechos y me devolví hacia el lugar en donde estaban ellos sentados.


- ¿Qué me quisiste decir con eso de “busca tú”? – pregunté, pensando que en aquellas palabras iba escondido algún misterio, algún secreto de gentes que pueblan las noches y conocen lenguajes ocultos y misteriosos.


- Nada. Sólo busca tú y punto. Y ahora déjanos solos ¿Quieres?


Un miedo indescriptible se apoderó de mí. Quizás una respuesta de ese tipo escondía mucho más que lo evidente.


El alcohol se iba diluyendo por fin y, mientras me alejaba, pensaba en lo bueno que sería llegar a la casa y encender el cigarrillo recostado en mi cama, con la luz apagada y en completo silencio, repasando los extraños acontecimientos que me habían sucedido.


Me encontré con la calle silenciosa de nuevo y volví a presenciar el cortejo interminable de los árboles mientras ésta se iba extinguiendo en la letánica procesión de su muerte. Mi destino quedaba precisamente hacia allá, hacia donde parecía más muerta la calle. A mis pasos les salían hojas al encuentro: iban cayendo en la medida en que mi cuerpo cruzaba por delante de los árboles. Atrás iban asomándose las ramas, como si quisieran mirarme por última vez, como si quisieran despedirse de mí y no pudieran desprenderse de la imagen que proyectaba para ellos.


La calle inmensa me abría sus brazos como un fuego negro y frío. Seguí caminando con el cigarrillo en mi mano, con el dibujo en mi bolsillo, ahora menos mareado. Sentí un alivio repentino, me sentí alegre de regresar a casa. Pero las otras casas iban haciéndose cada vez más desconocidas para mí: una sombra se cruzó por mi ceño haciendo que se movieran misteriosamente las masas de aire por delante de mí y comencé a correr, pero hacia donde quiera que me dirigía la calle se doblaba, impidiendo que yo cambiara de dirección, inevitablemente tenía hacia adelante lo mismo: la calle profunda y oscura, como un largo funeral en el que los árboles arrojaban hojas a los muertos invisibles, a espectros transeúntes provenientes de lugares remotos, sin destinos, callejeros hombres olvidados y arrojados a la calle muerta, a la larga calle negra por donde deben transitar los inertes cuerpos abatidos en la oscura noche de los olvidos.


Esa vez me dí vuelta a verlos por última vez, alcé la mano con la que sostenía el inútil cigarrillo y la agité con ademán de despedida. Nunca más volví a verlos; nunca más me detuve en sus ramas, nunca más apareció el sol, nunca más recordé aquella palabra perdida para siempre, nunca más me encontré en algún sitio olvidando, nunca más me recordé. Mi alma estaba derramada en la acera y mis ojos se habían cerrado por última vez.

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