En los oscuros días previos al equinoccio otoñal, días en que las lluvias graves arrebataban las ya ajadas hojas de los árboles viejos y que el viento trémulo hacía arremolinarse contra otros árboles cercanos de la plazoleta, se podían ver nubes grises que ocultaban el cielo nocturno a los ojos del viejo reloj del campanil de la universidad. Entre las calles casi deshabitadas, cuya vida parecía inexistente desde hacía ya muchos siglos, a no ser por los presurosos vehículos que interrumpían su letánica muerte con gritos desesperados en su lecho mortal, la ciudad dormía: con frío, con lluvia y oscura.
Allí, a los pies de un árbol, donde se habían acumulado por años las hojas fertilizantes del suelo, nutrientes de otras vegetaciones menores y de insectos tímidos y ocultos a los arrebatos del clima; allí, donde las raíces parecían clavarse como las garras de un felino que lucha por no caerse desde algún sitio, en ese lugar había una huella antigua: algún pie se había grabado descuidado, silencioso.
Los transeúntes, los últimos que habían cruzado la avenida, parecían ahora lejos; sus voces deformadas por la distancia y que en algún momento se oyeran amplificadas por el eco de las construcciones a orillas de la calle, ya casi no se oían, pero quedó en el oído la sensación de seguir oyendo esas conversaciones inútiles y vagas. El viento terminó por fin de llevárselas para siempre. La huella comenzaba a llenarse de agua, completamente ajena al quehacer urbano: algunas hojas y un insecto indescriptible flotaban en la superficie de un pequeño océano de juguete, a los pies de un árbol viejo.
Las luces anaranjadas de los postes se veían como manchas grandes dispersas en la humedad flotante del aire; se multiplicaban con la distancia, disminuían con la tristeza. No había ya agitar de alas emplumadas, no había cantos ni gorjeos de animales, no se apreciaba la mágica sinfonía de los anuros y los grillos enamorados.
Los ojos se cerraban.
Se agotaban los últimos esfuerzos por mantenerlos abiertos a la realidad que rodea a los cuerpos: esa idea infrarrealista que se tiene del contorno de las cosas parecía efímero, un truco, un engaño a los sentidos que comienzan a abandonar a un cuerpo moribundo.
Años atrás, en otros días lejanos, conforme a como eran las costumbres antiguas, en ese árbol no sólo colgaron luces navideñas: allí quedaron atrapadas eternamente cometas de papel y jirones de vestimentas infantiles, nombres grabados con cuerpos punzantes, cuerpos azotados de mujeres entregadas a los placeres otorgados por un hombre que dejaron ahí sus huellas borradas ya con las estaciones del tiempo: a los pies de un árbol quedaron infancias de columpios y aeronaves imaginarias.
Los ojos se cerraban más lento.
Unos metros más allá, alejada la mirada del árbol, crecían edificios: en algunos de ellos sólo estaban encendidas las luces de las internas escaleras que llevan hasta las azoteas, donde las antenas y algunas luces rojas eran agitadas como varitas mágicas de hadas en la noche, como luciérnagas detenidas y ancladas en algún punto imaginario del cielo gris ya oscurecido por el advenimiento de la noche equinoccial.
En un edificio blanco, opaco por los años y las lluvias que corrompieron su pintura jamás retocada por los hombres, había una luz encendida, sólo esa noche al parecer, o quizás intermitentemente llamada a espantar la oscuridad y la tenebrosa incertidumbre de su profundidad. Parecía particularmente brillosa en ese momento. Una cortina semiabierta dejaba ver una silueta estática, aparentemente solitaria que, parecía, tocaba el piano. A su alrededor volaba el humo sin motor de un cigarrillo que reposaba, quizás en un cenicero, hasta consumirse inútilmente.
Los ojos los tenía cerrados, a pesar de la luz y del piano.
El árbol agitaba sus brazos, se sacudía de los eternos años de hojas que vinieron con promesas, pero que al año siguiente lo abandonaban de a una o en grupos numerosos, se alejaban con viento o sin él hasta precipitarse contra el suelo.
La luz parpadeó un instante, como si fuese a cortarse la energía eléctrica. Quizás el viento amenazaba en otro lugar remoto con derribar un poste, o al menos con cortar los cables, no se sabe, era sólo una posibilidad, pero, en efecto, había parpadeado y hubo un segundo perdido de la luz y cuando ésta volvió, la silueta que tocaba el piano ya no estaba.
Se habían cerrado los ojos del mundo por un instante.
¿¡Cuántas cosas se dejan de ver mientras los ojos permanecen cerrados!?
La noche avanzaba con la velocidad acostumbrada, no vinieron estrellas a la cita nocturna, no vino ni siquiera la luna: sólo estaba allí el árbol y en frente la ventana iluminada del pianista. Atrás quedó el vago recuerdo de las voces casuales sobre las veredas de la ciudad que poseía un campanil en medio de la universidad ahora silenciosa y dormida. Ese viento pudo estar agitando cabellos arremolinados y con restos de hojas secas y otoñales; pudo arrancar sombreros de cabezas descuidadas en otros puntos de la ciudad, lejos de la plazoleta y del piano, pero estaba aquí para agitar el alma, y muy lejos quizá estaba la luna presenciando otros eventos cotidianos, pero no estaba para ver al árbol y a la huella; no, no vino y quizás no llegaría en toda la noche.
El ojo del cielo estaba cerrado.
No era, sin embargo, abrigo suficiente el árbol ahora. Él mismo carecía de éste y parecía no importarle: estaba sin cuidado si ahora seguía lloviendo o escampaba súbitamente.
El cielo se movía, al parecer, más rápido que el viento; alejaba el aire que, hace unos instantes, era testigo de la huella llena de agua. El aire se alejaba con su composición variada y transparente, se movía y se mezclaba con otros aires heterogéneos que acariciaban otros pavimentos, otras gentes, y que transportaban, como el agua, las ondas de la música derivadas de un piano ahora enmudecido por su inesperada soledad. La noche crecía y su profundidad se inclinaba hacia el poniente. Las gotas lavaban la polvorienta presencia de las calles, la basura arrastrada por las calzadas urbanas se precipitaba hacia los tragaderos, obstruyéndolos hasta impedir que el agua fluyera hacia las alcantarillas subterráneas, que llevaban sus arterias hacia el río que dividía al mundo en dos, a ese mundo en dos mitades simétricas. El reflejo acuático no es más que un ojo, una ventana hacia el verdadero mundo, y cuando en él nos vemos reflejados, en realidad nos descubrimos desde el otro lado, no estamos acá sino allá y, por vez primera tomamos conciencia de nuestra textura, de la sensación de ser nosotros.
Los ojos se abren por vez primera.
La invariable música, la monótona melodía del tiempo, interrumpida sólo por el roce del viento sobre los cuerpos que deforman el espacio, la monocorde estructura de su voz se alejaba irremediable y se proyectaba como un foco inagotable de luz en el espacio. Más allá, lejos, se puede volver a oír lo oído y a tocar lo tocado, pero la lluvia es sólo ahora: la tristeza no se puede proyectar en el tiempo, sólo duele ahora y parece no extinguirse nunca, pero la tarde muere y la noche también ha de hacerlo para dar paso a otros días nuevos, quizá llenos de tristeza también, mas no como ésta. Nunca habrá tristeza más aguda que ésta: el árbol se ha quedado dormido, el reloj del campanil sólo señala las horas como de costumbre, y el piano se ha dormido, pero la luz sigue encendida esperando a la silueta que no vuelve, el humo del cigarrillo se ha dispersado en el aire y no ha vuelto a ser alimentado por la silueta de los ojos cerrados.
Con tristeza, los ojos sólo pueden ver hacia adentro.
Si se alarga la vista hacia el campanil, pero un poco más hacia el norte, hay una piedra, un monumento imaginario mojado por la incesante lluvia. La roca puede haber estado allí desde siempre, y quizá nadie la ha notado, quizá ha proyectado su sombra sobre la tierra que la sostiene, en aquellos tardíos días de sol abrasador. En ella hay una pintura ininteligible, un rayado semicircular con trazos desalineados que simulan un símbolo rúnico, un parecido a pinturas rupestres recientemente encontradas en una caverna lejos al sur. Pero aquel garabato debía ser reciente: era muy común ver esos rayados en las cercanías de la universidad.
Más lejos de allí, dejando atrás la huella y el árbol, con la ventana iluminada más cercana a la vista, el agua parece caer más violenta, dificulta el andar y cruzar la calle principal parece peligroso, el viento empuja el agua hacia el rostro, venía desde allá, al frente, dificultando el mantener los ojos abiertos.
Con lluvia, los ojos no tiritan de frío sino de miedo.
Me viene a la memoria un accidente ocurrido hace ya algún tiempo, cuyos detalles se pierden de la superficie cerebral: por algún motivo, habiendo cosas importantes -o que al menos lo fueron para alguien- hay las que no se graban en la memoria, la retina las saca del ángulo normal de las importancias, las aleja de sí y las acumula como lágrimas sólidas en un rincón del ojo.
Con los recuerdos, el ojo se aleja de sí mismo.
El accidente debió dejar un muerto, al parecer una mujer anciana que fue de compras un martes al mercado, llevaba dentro de sí sus sueños: sólo ella los conocía y se los llevó consigo para siempre. Nunca, nunca nadie sabrá qué había adentro de su boca, qué palabras escondidas se llevó sin nombrar, cuánta cosa extraña que puebla los corazones ajenos que nunca son reveladas a los otros; son secretas estructuras de sus almas distintas y difusas, en fin, se fue y llegó mucha gente a su alrededor, gentes que ella nunca vió y que no la conocían, parece que al mundo le importase más alguien cuando muerto que con vida; llama la atención ver cómo se agota el tiempo caminando sin mirar los rostros, sin prestar atención a sus movimientos, a sus palabras, a su lenguaje. Las personas no se dan cuenta de nada mientras caminan ensimismadas, y quizás eso le ocurrió a ella y al conductor del automóvil feroz que arrebató para todos su presencia, ahora confundida entre un bulto de cosas apiladas en el sótano de la memoria.
Así, después de cruzar la calle, después de aquel ensimismarme sin notar la presencia bajo los pies del agua que escurría y se acumulaba en la esquina, en el cruce, sin notar que se mojaban los pantalones a la altura de los zapatos, debido a la basura que obstruía el drenaje de las aguas lluvia de la ciudad obscurecida, me iba enredando entre cavilaciones extrañas, tuteladas por la lluvia y el imperceptible tiempo que se ahogaba con la noche.
En el otro lado había otra plazoleta: una plazoleta circular rodeada de almacenes y vehículos negros estacionados a su alrededor, taxis quizá, pero vacíos, agotados de esperar por las humanas presencias.
La ventana estaba ya más cerca, la lluvia distorsionaba las imágenes internas del recinto; acariciaban el cristal dándole formas al viento. Adentro, todo parecía en penosa quietud: la cortina con encajes azulados, de tela suave pero ajada y amarillenta por los eternos humos del departamento: la nicotina, el alquitrán y otros hidrocarburos innombrables que hacían de la cortina sus residencias, a ratos daba la impresión que gotearían como un espeso magma a través de los pliegues y que, más tarde, edificarían en el suelo torres como estalactitas o zootecas de comején.
El interior encerraba un misterio oscuro, tenebroso. Algo encerraban las paredes de hormigón, que abarcaba no sólo al piano y la silueta, al humo y las cortinas, algo estremecedor se dejaba ver en el hecho de que fuera la única luz encendida en esa lluviosa noche del equinoccio.
Más abajo todo yacía mojado mirando hacia la altura inderribable:
Los ojos del cielo están cerrados y ocultos: cuando llueve, el cielo no puede ver lo que ocurre en la superficie.
El lugar donde había quedado la huella con el insecto indescriptible, era ya un légamo inmenso, el océano era entonces todo el mundo: no tenía bordes definidos, no había pozas sino una gigantesca superficie acuática que se extendía desde el río y más allá, hasta el mundo tangente, el edificio con su frente mojada tenía el rostro envejecido y maltrecho, el agua caía incesante hasta tragarse el aire y los límites imperfectos de las cosas. Se suponía entero, completo de incertidumbres húmedas y abstractas, pero no era así aún, pues quedaban las voces olvidadas que no se habían mojado, no se pudieron mojar, menos entonces que se las había engullido el silencio para siempre; la mujer se ha ido, ha muerto y no volverá, pues su cuerpo está ahora en ninguna y en todas partes, y no se puede volver a unir, se ha dispersado por toda la extensa irreverencia del proceso del tiempo, que carcome a las cosas como un óxido inmenso, un proceso de erosión universal inevitable.
Sólo las arterias subterráneas saben ahora del exilio de todos los desperdicios que no lograron salvarse de las dentaduras callejeras: sólo allí se conoce parte del destino impreciso de la humedad precipitada sobre el suelo de la ciudad, en que el reloj del campanil indica una hora perdida, solitaria y llena de desesperanza espiritual y anímica: el cuerpo entero mojado se defiende con trémulos movimientos, pero se agota y la orina es lo último cálido que reserva sólo en la vejiga y que no se puede contener por siempre. Allí, en la orilla, por donde cae un torrente inútil desde el techo: un vertedero metálico que estérilmente trata de tragarse y vomitar toda el agua que se acumula en la cornisa. En ese lugar quedó mi orina, con vapor, que se diseminó como parte de toda la energía que abandona un cuerpo desesperado, ávido de calor y cansado.
Ningún ojo estuvo para verlo, ni lo verá jamás.
Mirando por la puerta inmóvil a través, el pasillo enlosado y con una alfombra gris que conducía hacia la escalera iluminada, se proyectaba hacia afuera una sensación tranquilizadora y segura; allí la lluvia no existe, excepto en las memorias que almacenan los ropajes hidratados: los zapatos inundados recordarían por siempre la avenida y las volátiles voces anónimas, la huella casi ya no existe comprimida debajo del espejo submarino, el insecto se ha perdido, fue arrastrado hasta el tragadero en la esquina de la avenida principal: se fue, por debajo de todo lo visible, se fue en su viaje errático siguiendo su destino inquebrantable hacia el río, hacia el mar.
Atrás queda el árbol. Afuera, afuera todo navega mareado en una tormenta de gotas nocturnas y de hojas infieles. Afuera todo fluye dentro de un tiempo detenido, temeroso de acercarse al infinito, un tiempo oscuro, grave, enfermizo y de espíritu alcohólico, desaseado y lóbrego: atrás todas las cosas parecen gelatinas indeseables flotando sobre lo único que pudiera sostenerlas; atrás queda el garabato inscrito en una piedra, desnudando la intelectual ocurrencia de seres insensatos y pobres en su interno razonar, tristes bufones del pensamiento racional, muestras imperfectas de la especie humana, deshechos intragables por las alcantarillas del mundo.
El ojo no puede ver de quien tiene ciego el espíritu.
En todos los rincones alcanzados por la vista merodeaban maceteros con plantas sin flores, de hojas grandes arrojadas en el aire como fuegos de artificio verdes, con brazos extendidos tratando de alcanzar todo lo desconocido como graciosas medusas aéreas.
La escalera tenía goma para evitar que los burgueses zapatos resbalen, el pasamanos, demasiado alto para las circunstancias, era de una madera gruesa, atornillada a metálicos estandartes negros: patas de cuervos despiadados asidas a las descuidadas manos de los residentes bien vestidos del lugar.
En el primer descanso había una ventana grande, cuyos cristales dejaban ver apenas la otra parte del mundo, despoblado ahora, con noche por todos lados, una noche que más se parece a una muerte universal; un cataclismo inesperado sobre todas las vidas del universo.
Arriba, una tela de araña se abre como una sábana diabólica: una trampa invisible para los dípteros parásitos del hombre. Allí, seguro, en algún lugar espera un arácnido ansioso, con sus patas despiertas y su hocico babeante, a que la tela se mueva, a que palpite allí un corazón aterrado, esperando ciegamente a ser envenenado y adormecido luego, para terminar en las fauces del animal.
El ojo invisible de la oscuridad suele ser el ojo de la muerte.
Siguiendo por la escalera hacia arriba, en el segundo piso del edificio, las puertas mudas, con sus números grabados por encima de un ojo ciego, que nada ve si nadie ve: una ventana de cuarzo, una cóncava extensión de la mirada inquisidora, un dispositivo neurótico salido del racimo del árbol del miedo.
Los edificios, castillos sin torres, sin puentes de madera con lenguas jaladas por cadenas motrices, residencias feudales ladronas del espacio, cúbicas cavernas en donde las fogatas han dejado de ser el centro de la existencia reemplazadas por televisores, se han transformado en casas de muñecas llenas de fantasmas irreales, llenas de muertos vivos, invadidas de lacónicas conversaciones lineales.
Más arriba, en el tercer piso, una vez traspasado el segundo descanso desde donde se veía más profunda la húmeda permanencia de la noche, el rostro oculto para el campanil, el sitio virgen, alejado de las pinturas callejeras: el lado oculto del mundo reposa silencioso y dormido con el arrullo del llanto de las nubes tristes y el viento. Allí la lluvia golpea los vidrios, limpiando sus retinas vacías y transparentes.
El ojo sin recuerdos, vacío, permanece siempre abierto.
En el tercer piso todo es distinto: una de las puertas está abierta. Desde adentro arrojan un chorro de luz que traspasa el humo de un cigarrillo...se dispersa abierta a todos los ángulos rotos del aire, chocando sólo con las superficies que le otorgan forma; desde afuera es como una pirámide amarilla azotándose contra el canto de la puerta, disuelta luego hasta perderse en el infinito.
Dos golpes y nadie responde, la puerta se abre eructando toda la luz del interior que, como raíces subterráneas, estaba anclada en la habitación. El aire viciado pero perfumoso se precipitó hacia el exterior más frío. El movimiento de las masas de aire hizo caer unos papeles ahí adentro, tal vez las partituras nunca leídas por la silueta de ojos cerrados, fueron tres o cuatro hojas que patinaron bajo los muebles adyacentes al piano. Desde la puerta se podía ver hacia adentro la misteriosa ventana con la luz encendida. El piano, al costado izquierdo de ésta, estaba enmudecido, pusilánime. La tapa estaba abierta dejando caer la luz sobre su dentadura careada. No era aquella la residencia predilecta de los muebles, no era casa de lujos: sólo un estante y un librero afirmaban las paredes, una mesa pequeña en el centro sobre una alfombra redonda y nueva; no pasaba por allí la primavera.
Una vez adentro se percibe la invasión de sus fantasmas, de las almas que por ahí, transeúntes, moraban. Nadie sale al encuentro, la silueta no está, se fue con el párpado de la luz dejando su piano y su música inconclusa, el cigarrillo estaba agotado de esperar, dejando un áspero aroma sobre las cenizas abatidas.
La guerra, el símbolo de la muerte, la violenta palabra que viene a suspender la vida, estaba en un cuadro adosado a la pared sobre el piano, quizá ésta dejó una huella bajo el árbol de quien allí vive; quizá la alegórica imagen, que inútilmente grafica un instante ya casi imaginario, no sea más que un gusto o un recordatorio del fracaso humano, los túmulos inanimados de todas las gentes caídas no se ven, pero después vendrían al encuentro de los ojos perdidos.
El ojo del hombre sólo ve las superficies, el ojo del alma las traspasa.
¿A dónde se fueron los inventores del alba?
Han caído, fracasaron rotundamente en ese hogar, cansados de insistir dejaron abandonado el interior y sólo acariciaron por descuido sus externas planicies ajadas. El aire, jamás renovado, más denso y frío ahora, se disipa hacia el exterior contaminándolo, sofocando a las arañas, empañando los vidrios, cegándolos, bloqueando sus corazones al latido exterior que llueve, apagándolo.
Un ruido extraño se deja sentir desde el techo, el suelo del piso siguiente. Un ruido metálico y sordo, como el graznido de un cuervo; un dramático chillido de cosas que caen arriba, donde la luz está apagada, el sonámbulo habitante que tropieza con cosas derramadas en el piso, dispersándolas.
Adentro no hay nadie, las cosas sin vida, estáticas, carecen de bocas y ojos, no sirven de testigos, no salen al encuentro, frías, torpes se quedan donde están, hasta que algo desvía su inerte trayectoria.
Una vez en el tiempo, una sola vez, las cosas pasan tan rápidamente por el alma, su cuelan en ella enfriando las extremidades del cuerpo, salen como tentáculos los veloces pensamientos abandonando sus centros gravitatorios, migran errantes como insectos arrastrados por el agua, insectos que alguna vez estuvieron en una huella debajo de un árbol y que, de no ser así, caerían en las fauces de una araña o pisoteados por alguien que escribe en una piedra más allá de un campanil cuyo tiempo está agotado, detenido, mientras los cirros corren veloces derramando sus cuerpos sobre la tierra, sobre el edificio cuyo tercer piso iluminado yace vacío, sin silueta interna, con sólo un piano moribundo, con un cuadro y un ruido sordo que proviene del piso de arriba.
Sólo el ojo del tiempo diluye la oscuridad del alma.
Arriba no hay nadie. La habitación no tiene puertas y en el interior no hay luz, pero la dispersa luz anaranjada de la calle traspasa las ventanas, iluminando el interior. Nada, no hay muebles y nadie responde al llamado. El eco, sólo el eco toca las paredes, deformándose, retornando vibrante, trastocando la velocidad de dispersión del miedo.
Sólo queda una escalera adentro del edificio. Una escalera que lleva hasta la cornisa, a la plana corteza del techo, donde no hay más cabellera que las antenas con luces rojas como luciérnagas suspendidas en el aire. Una tapa separa a la escalera para traspasar hacia el techo, un poco de agua se filtra por sus podridos bordes mohosos. Al abrirla el viento la azota contra la pared, dejando entrar una bocanada de aire húmedo en movimiento perpetuo. Vuelve atrás la conciencia de las ropas mojadas y el alivio reconfortante de estar adentro se pierde en el vacío, la silueta debe estar allí en alguna parte, quizá mojando sus ropas para enfriar su alma; quizá buscando inútilmente estrellas donde no las hay desde hace ya mucho tiempo.
El ojo que separa lo exterior de lo interior se abre, confundiéndolos.
Con el viento en la espalda empujando hacia la orilla, mojada toda el alma, ayuda a ver en frente el campanil, cara a cara, mas en la cornisa no hay nadie, nunca hubo allí alguien ni lo habrá jamás; sólo la lluvia tempestuosa sabe de las huellas que se fueron derramadas hacia el interior del edificio, o por el metálico canal que lleva el agua al suelo junto con la orina olvidada allá abajo, navegando con el insecto y olvidando las voces inútiles, y a la mujer, y al árbol.
Los brazos abiertos como los de un pájaro enrarecido, con viento a favor se acerca el suelo, el tiempo transcurre ahora más lento y las cosas no se mueven como de costumbre: sólo el pasto de allá abajo se viene acercando veloz. Las gotas mojan ahora por delante, son alcanzadas antes de precipitarse contra el suelo; todas las cosas son inútiles ahora, ya nada importa, nada puede volver atrás, menos cuando el pasto golpea el rostro y el cuerpo, deformándose, deformándolos, adoptando la forma de una silueta inexistente que ya no toca el piano.
Al lado, antes de cerrar por última vez los ojos, una silueta duerme, cansada de tocar su melodía, con aroma a cigarrillo en sus ropas no totalmente traspasadas por el agua. Sus ojos están cerrados, cerrados desde siempre. Nunca conoció la luz, a pesar de que siempre estuvo encendida, sólo algo vagaba en su cabeza: imaginaba que alguien la observaba desde un árbol en una noche lluviosa, con una huella debajo, donde muerto flotaba un insecto y las hojas; que ese alguien venía a buscarla, subiendo el edificio y veía lo que ella no veía, oía ese ruido que venía de ninguna parte, y salía a su encuentro siguiéndola hasta el techo, hasta la cornisa, en donde el viento agitaba las luciérnagas rojas, y al verla allí abría sus brazos como un pájaro y corría, corría a su encuentro abrazándola, atrapando en el acto sólo el aire, la lluvia, el pasto, el silencio, abriendo sus ojos por última vez, un poco antes de cerrarlos para siempre.
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