jueves, 27 de diciembre de 2007

Trasmundo "La órbita del ojo"

El tiempo suspendido entre anocheceres lentos, privado de los días abiertos del verano, se iba enfriando, apoderándose de mi epidermis azulosa, traspasándola hasta diluir el calor remanente de mis dedos descubiertos una vez alejados del bolsillo, en el cual buscaba una fotografía que antes ocultaba en la mochila sobre mi espalda. Había recordado súbitamente su presencia congelada en un papel: aquellos fotones que habían recorrido no sé qué distancias hasta chocar con aquella lámina fotosensible y dejar allí la repetición inversa, negativa, de su ser. Era como un cuadro eructado desde el estómago transformado de aquella máquina desconocida, de la cual yo no conocía huellas, pues la fotografía la había tomado de uno de los cajones proscritos de su casa, y, desde entonces, lloraba conmigo su rostro inmaculado que llevaba adentro de un bolsillo desordenado, y antes en el bolso en el que viajaban otras existencias que olvidé.


Alrededor de su imagen estaban otros objetos detenidos, cuyas letárgicas vidas también figuraban sin el óxido cronológico que las carcome irreversiblemente. Hoy, quizás, muchos de aquellos objetos serán alimento del fuego en un basurero o probablemente algún estorbo de una casa lejana; tal vez permanecían algunos allí inderribables pero ausentes, desposeídos de la luz con la que hubieron de brillar entonces, antes de morir, antes de arrojar sus almas a un abismo a través de la luz, hasta mi desgastada retina invisible todavía para mí.


¿Cuántos viajes más de la luz habrán desperdiciado mis ojos?


Sin embargo, entre otros difusos colores de aquella lámina, aparecían otros recuerdos más latentes, otras cosas que me parecían más recientes, pero que, al día de hoy, se han alejado imperceptiblemente a pesar de la fotografía en mis manos: allí adentro también envejecían las cosas, cosas de las cuales no sólo se les habían arrancado fotones, sino también parte importante de su substancia: también salían huyendo, desde la superficie, objetos tridimensionales; arrojadas partículas hacia el espacio a través del aire y refractadas por la atmósfera, hasta dispersarse y confundirse por causa del éter, diluyéndose hasta formar parte de otros cuerpos más grandes, más significativos.


Mas, en la oscuridad inmaterial, también yo presumí la existencia de otras formas del mundo, emergidas hacia la cáscara de las conversaciones, por efecto de los fenómenos colaterales ocurridos en su periferia, carentes de explicaciones suficientes o suficientemente satisfactorias, a no ser por el supuesto vivir de otros materiales oscuros y teóricos, por sobre los cuales la luz que veía entonces, no provocaba efectos apreciables o medibles por mi retina.


A veces pienso que si hubiese notado estas cosas en el pasado, estaría ahora mirando con otra lente aquella fotografía absurda. Es decir, si hubiese conocido el misterio de aquel viaje de subpartículas por el universo, quizás la imagen allí grabada no sería nada sino eso mismo: una imagen que permite, por osmosis ocular, comprobar su existencia en algún punto distante ahora en el espacio y en el tiempo. No sería ya una mujer postrada en la superficie laminar con rostro estático, eternamente mirando hacia la superficie del papel, traspasándolo en otro viaje interestelar a través de mis ojos hacia atrás; sino el contorno oxidado de una película fotosensible de colores inversos, posteriormente impresa en un papel como el que llevo en mis manos...¡Qué estupideces estoy diciendo!¿En qué laberintos me estoy enredando ahora?¿En qué callejón sin luz y lejos de todo, de todos y de mí, me estoy inclinando peligrosamente, ampliando el ángulo del metacentro de la cordura, haciendo chocar mi rostro contra los adoquines anudados al subsuelo de mi memoria?¿Qué es eso de conocer o tratar de tocar la luz? ¿Para qué, si no tengo más dedos que la prolongación de mis manos y de mis pies? ¿Acaso tiene materia un recuerdo?.


Lo inmaterial no puede ser tocado, por lo tanto tampoco podía tocarme.


La mirada perdida en aquella fotografía me había alejado de la conciencia de mi caminar, del tiempo transcurrido al andar y, pues, no sabía cómo había llegado hasta la calle angosta en donde ella vivió alguna vez, en esos días en que la conocí. Cerca, muy cerca, estaba su casa, trabada en la pendiente exagerada del cerro. El tiempo se había alargado sin duda –pensé-. Y me veía lejos de donde estaba al principio. Algo extraño ocurrió, pero no pude saber más. Sin embargo, ahora el frío se había disipado y un nuevo calor se apoderaba de las superficies irregulares del mundo.


Al lado de aquella casa habían otras tantas de diversos colores pastel, la mayoría con maderos dispuestos de forma horizontal, con ventanales grandes asomados como cabezas gigantescas hacia la calle; otras con leves buhardillas desgajadas desde los desvanes oscuros en donde merodeaban otros fantasmas, no el mío. Y entre las casas hacia arriba: las escaleras de cemento orilladas por canaletas de agua y basura nómade e intermitente; callejones oscuros y húmedos, con pastos diversos repartidos y desordenados en los vértices perpendiculares de las casas contra el suelo; perros, gatos, aves, animales aturdidos por el ruido periférico, sin más escondite que las improvisadas madrigueras fabricadas por el desorden y el caos del destino; cubiles apenas protectores de la intemperie, en donde reposaban sus breves vidas; en donde depositaban, inocentes, sus cuerpos frágiles y famélicos; en donde cohabitaban sus parásitos, despojándolos de la escasa materia que envolvía a sus entrañas, a sus huesos cada vez más externos, más asomados por sobre la piel. Músicas estridentes vomitadas desde cada cuatro o cinco viviendas, cada una con un estilo diferente, imponiendo sus gustos mezquinos y pseudointelectuales al resto de la silenciosa y victimada gente que callaba a regañadientes, subiendo un poco el volumen a sus televisores o a sus conversaciones, cerrando las ventanas y hasta las celosías de sus mundos internos, amargados y solitarios.


¿En dónde se ocultaban entonces las arañas?


No tenía más mundo que el propio y, a través de mis ojos, un día llovieron sensaciones extranjeras, interplanetarias, errantes verdades disímiles, imágenes vagas de almas condensadas formando sólidos estáticos y otros que morían en continuo movimiento. Pero de otros mundos tan distantes como el mío, se formaron otros pequeños submundos ahogados entre las multitudes asfixiantes y atormentadas de la tierra; cada vez que pasaba el Halley ella se acordaba de mí, pero yo ya no estaría ansioso disfrutando de la frustración de perderla entre la gente, para luego encontrarla colgada en la niebla. De repente me olvidaba de mí y de mis zapatos: me detenía impreciso, distante, desdoblado; me perseguía mi sombra que había dejado enterrada y que dejé perdida entre las cruces de un cementerio vacío, a orillas de la calle que bajaba sombrío y perturbado.


En otras adolescencias lo presentía como un martirio creciente entre mis dedos, pero a ratos se desvanecían esos sentimientos poco claros de una inexistencia vagabunda y sin dientes; es decir, de niño no me acostumbré a mirar sin juicio hacia las estrellas y los rincones oscuros que las separan, me entretenía el poder tirar mi cuerpo entre las hierbas secas del páramo cercano a la casa allá lejos donde un día viví, para mirar eternamente hacia el cielo nocturno y los contornos impredecibles del horizonte inanimado. Presentía a aquella sombra que merodeaba hurgando entre mis interrumpidos sueños infantiles; sabía que esperaba por mí, ahora lejos del páramo perdido de mi niñez, muy por dabajo del cielo, casi subterráneamente tocando mis huellas resentidas por los años; aquella sombra era como un ojo joviano (de Júpiter, quiero decir) que venía atormentando por milenios la superficie desolada de mis recuerdos.


Y me perdí de nuevo, con los ojos llorosos entre los colores borrosos de la fotografía. El viento costero levantaba algunos fragmentos de roca molida entre sus alas y las arremolinaba para arrojarlas aleatoriamente hacia el suelo. La arena suspendida en el aire, el polvo atmosférico y otras partículas invisibles se mezclaban con los papeles tirados en la falda del cerro que agonizaba deshecho a orillas de un trozo de sombra, convidada por la solera de una casa antigua y un poste hecho de un madero pintado de siglos. Los papeles y la basura toda, entre el arenoso aire y el calor sofocante, eran espectros fríos que todavía proyectaban sombras sobre las superficies, todavía eran tropiezo para los fotones dispersos del día, escupidos desde el sol hacía ya unos ocho minutos luz.


Mi tierra era aquella ¿Qué tierra, si no me queda más que la que ha quedado adherida a las huellas de mis zapatos? ¿Qué tierra, si lo único distante a mi cuerpo es toda la tierra?. Sin embargo, el ruido de las casas me traspasaba al punto en que ya no podía percibir las ondas viajeras del aire a través; ya no recibía señal desde mis tímpanos hasta mi cerebro adormecido, bloqueado a causa del torrencial estímulo ahora imperceptible. Todo allí, en aquella calle, inundaba la atmósfera, saturaba las ondas invisibles del tiempo y, sin embargo, toda esa tierra era arrastrada sorpresivamente hasta mis pies.


¿A dónde se han ido las leyes del movimiento perpetuo?


Tantos mundos que yacen ocultos debajo de una piedra, tantos ojos vacíos que mueren de mirar en lo alto del cielo a una estrella lejana... y yo aquí abajo, absorto en una imagen arrancada de un ser probablemente ausente para siempre a mi presencia. Tantas manos que se alejaron de las mías sin saludarme como el rocío con su saludo áspero ¡Como el saludo que descubrió Pablo! ¿Qué canción era esa? ¿Acaso sonaba también desde una de aquellas casas agitadas a causa del sonido turbulento en su interior?. No lo recuerdo, no entiendo por qué olvido cosas y otras no: me vuelvo como si quisiera agitarles un pañuelo y no veo nada, a nadie, y no recuerdo a qué iba yo hacia el andén ¿Iba a despedirme de algo, de alguien?. Tantas veces me quedé dormido en la estación del puerto esperando el tren, un año nuevo –según creo- lejano, perdido en la maraña subterránea de mi cerebro tardío. No, no lo sé, voy agitando el pañuelo y nadie me ve. Yo no conocía a nadie allí y nadie me reconocía a mi, el mundo había cambiado tanto desde entonces y no se cómo había vuelto hasta ese lugar, seguido por mis pasos imprecisos, casuales y sombríos.


Entre las paralelas prolongaciones de la callle, tocadas apenas por la luz de los días lejanos, entre las declinaciones inapropiadas del destierro de los cementos contra las aceras y los bancos ajados por la lluvia, con una extraña sensación de ir dejando atrás aquel refugio fugaz que me había otorgado su inesperada presencia, me quedé detenido, absorto. En frente de mi había una multitud silenciosa, todos orientados hacia el mismo punto cardinal, un poco hacia abajo y hacia la costa, hacia el muelle. Desde atrás, desde donde yo me había quedado detenido, sus cuerpos se veían uniformemente repartidos y cubiertos con lanas de color café y burdeo, pantalones por lo general grisáceos y zapatos enamorados del polvo y la erosión salobre propia de las cercanía a la playa; todos parecían como una inmensa pared orgánica, callada pero atenta, que no musitaba ni siquiera un vocablo apagado que pudiera arrojarme alguna señal acerca de qué estaban mirando en la lejanía.


El viento parecía más detenido ahora. El aire iba aflojando en la declinaclión de las horas, pero parecía pesado y aletargado. Irónicamente, los papeles antes elevados, ya habían sido despojados de aquel movimiento particular que los trasladaba hasta ser devorados por el agua y el sol; mas, el polvo suspendido, parecía no disminuir, lo cual agudizaba la sensación de pesadez del aire. Me costaba un poco más respirar, pero yo no lo había notado hasta que mi garganta estaba demasiado seca y áspera, y mi saliva era un espumarajo emulsionado con grandes burbujas ocluídas de aire descompuesto.


Estaban enterrados los guardianes del secreto.


Debajo del aire yacía el sempiterno movimiento planetario. Entre las ondas del silencio y como alas desnudas desplegadas repentinamente, me iba acostumbrando a la luminosidad perpetua. Mis ojos, desgastados de tanto lamer las superficies borrosas del suelo, iban encontrando el enfoque, retrocediendo hasta aclarar las cercanías, apareciendo luego la lontananza como una ventana nublada por la que se intenta mirar a través.


La gente seguía mirando y yo, que ahora estaba más cercano a mi propio cuerpo, me les aproximé sin mirarlos. Yo también miraba hacia donde miraban ellos, pero no pude acertar hacia qué punto tenían proyectados sus ojos. Me detuve en silencio a unos cuatro metros detrás del más rezagado de ellos, al que me ví observándole, casi sin darme cuenta, la cabellera, la nuca, la espalda, no lo recuerdo bien. Él no se inquietó y pareció no notar mi presencia, aunque una sombra se cruzó de pronto por delante de mis ojos y temí estar quedándome ciego. Pero no fue así; me restregué un poco los ojos abrumados con ambas manos, traté de sacudir un poco el calor que casi fundía mis últimos movimientos con el aire caliente alrededor.


Las venas de mis brazos dilatadas hasta casi reventar, evitaban la catástrofe orgánica inminente. Mi cabellera resultó ser un aislador terrible para disipar el calor: el sudor corría por mis sienes hacia abajo, tratando de enfriarlas un poco, alejándome así de la locura. Por esas vertientes saladas emigraban de mi cuerpo otras sustancias invisibles, como mis pensamientos o mis recuerdos. A través del sudor se escapaban de mí partes de mi cuerpo desterradas hacia la atmósfera, irreconociblemente enumeradas un día y ahora anónimamente proscritas, como la fotografía olvidada sobre mis dedos, o como las casas lastimosamente prendidas de algún punto invisible en el lomo del cerro. Otros minerales me evitaban ahora, cristales microscópicos diludos entre las minúsculas gotas de sudor. De otros lugares escondidos dentro de mi cuerpo, habían sido función importante alguna vez, pero ahora se alejaban de mi, acortando las distancias entre mi alma y la muerte fría sobre la vereda.


¿En dónde se habrá muerto el hombre artificial?


Mis ojos iban acomodándose sobre la nuca del espectador que me precedía ahora; sumergiéndose entre la cabellera escasa de aquel hombre, cuando de pronto me vi observando naturalmente lo que estaba observando desde antes, con otros ojos como si los míos ya no fueran sólo los míos, sino que ahora eran otros ojos más, otro par de ojos entrelazados como eslabones, como lentes dentro del cilindro de un telescopio, multiplicando el alcance visual, permitiendo variar el ángulo, como si mis ojos fueran refractados en su retina y luego proyectados de nuevo hacia otros puntos lejanos, como rayos viajeros que iban y venían por el microcosmos, hojas invisibles y paralelas, como números incontables inscritos en láminas celestes, en dirección irreversible, en ángulos perfectos.


Algo iluminaba sus internos objetos haciéndolos visibles para mi, como una linterna subterránea para los viajes oscuros de hombres enfrentándose a la muerte, acercándolos a la profundidad lejana de las cavernas volcánicas, iluminándolos, como si de pronto volvieran a la luz de una superficie lejana.


Yo me acercaba, sin moverme, a su interior. Mi ojo viajero iba por él, atravesándolo indescriptiblemente, sin herirlo, sin tocarlo. Su ojo, junto con el de los otros, y –por cierto- ahora los míos, “observábamos” a un hombre que estaba detenido en la orilla del muelle, casi al borde, a punto de caer, manteniendo peligrosamente el equilibrio, o al menos eso parecía. Además pude observar que tenía la palma de su mano derecha en su frente, de modo que proyectaba una sombra sobre sus ojos, como si quisiera que la luz del día no le impidiese ver un objeto lejano, hacia el mar, hacia el oeste.


Los ojos del primer hombre, a través de los cuales mis ojos viajaron proyectados hacia el muelle, cruzaban misteriosamente la cabellera de aquel sombrío hombre sobre el muelle.


Me le acercaba, sin moverme, desde donde me quedé detenido la última vez que recuerdo, y pude ver que bajo la sombra de su mano, sus ojos se dilataban tratando de ver en la lejanía. Allá lejos, en el horizonte, un barco, una nave cargada de hombres distantes, hombres desterrados al trasmundo de las vivencias marinas y, hacia el navío y por debajo de la sombra de su mano, mis ojos volaban debajo del cielo oceánico, por donde pasaron tantas veces los hombres de mar. Estrellas, miles de estrellas, los habían visto pasar desde antaño. Mudos testigos de las zozobras antiguas y recientes; espectadoras inanimadas de la cúpula que encierra los vientos, como lucecitas producidas por los dedos de dioses colosales que tocan desde el exterior la cáscara de vidrio que conocemos y que llamamos cielo. Entre ellas y el mar: los hombres. No sólo la atmósfera salina sobre las aguas, sino también eternos argonautas viajeros; carcomidos hombres por la sal de las olas, por equinoccios reiterados de conversaciones sin hojas, sin árboles más que la luna y las estrellas, sin hojas más que las nubes bajo el sol, sin frutos más que los peces y la sal.


Aquellas eran las aguas suspendidas de la vida eterna.


Sobre la cubierta había un hombre erguido que sostenía un catalejo largo, como de un brazo y medio de longitud y como de dos puños de ancho. El ojo izquierdo lo mantenía cerrado, fuertemente apretado por sus párpados, impidiendo la entrada de luz que pudiera estorbarle. Con esto, el túnel por el cual volaban mis ojos, se estrechó de repente y un movimiento involuntario que sentía ya muy lejano por detrás de mí, se apoderó de mi hombro derecho, como si tratara de esquivar una pared oscura y húmeda a través de la cual pasaba, encogiéndome. Sin embargo, adentro de aquel túnel podía ver un ojo luminoso en el fondo, una luz que variaba involuntariamente oscureciendo del todo aquel recinto despoblado.


Aquel hombre llevaba en su cabeza un sombrero blanco, una gorra. Pero debajo de ella y de su cabellera gris, y más por debajo de su cráneo, en el interior de sus pensamientos, se iba adentrando mi ojo como un espectro inmóvil y elástico, cuya dirección refractada parecía no afectar el alcance de su órbita. Iba adentrándome como un gusano incorpóreo entre las paredes húmedas de su cabeza, me le escurría entre las rugosas superficies de su interior hasta atravesarlo por fin y viajar ahora a través del catalejo largo.


Me iba sumando a las lentes dispuestas en su interior hasta llegar a la atmósfera nuevamente, y desde allí avanzar casi a la deriva hacia la otra extremidad de la bahía.


En el cabo que se adentraba suavemente en el mar, dividiendo las sales de las olas condenadas, había un faro alto y negro, como una torre magnífica levantada por sobre las rocas eternamente mojadas, como un inesperado periscopio emergido desde las profundidades rocosas, ocultas debajo del horizonte. Resaltaba su fulgor en contraste con la negrura que lo sustentaba.


Mi ojo, trenzado con los otros, se desplazaba como por entre las filas de columnas a lo largo de los templos; avanzaba por la lóbrega atmósfera costera, como perseguido por cuerpos de naturaleza indeterminada que iban dejando un surco detrás de mí en el aire espeso, como una señal prolongada, más o menos ancha y profunda, mientras iban arrastrándose, penetrando en la distancia.


La visión, dificultosa a causa del movimiento impreso en la nave, derivaba entre puntos más o menos distantes, hacia arriba y hacia abajo y un poco hacia los lados. Mas, en el faro, pude notar que habían unas cuantas ventanas dispuestas a su alrededor, como siguiendo una escalera serpenteante en su interior. Cada dos o tres metros se podían observar las ventanitas, alejadas entre sí no sólo perpendicularmente, sino que sesgadas, en dos planos que, ni eran paralelos, ni formaban un ángulo recto, en una especie de hélice imaginaria circunscrita sobre la superficie de cemento.


Detrás de los cristales que separaban el interior del exterior, pude notar unas barras de metal, por entre las cuales podían penetrar la luz y el aire, pero no el sol directamente, dejando caer unos pocos rayos sobre las paredes internas del edificio, iluminándolo, impidiendo que los ojos de los hombres indagaran en su interior y que los dioses conocieran todos los secretos. En el aire interno flotaban pequeñas partículas de polvo, las que permitían ver los componentes elementales de los haces luminosos, imprimiéndoles variaciones en su trayectoria y en su velocidad, dejando entonces en evidencia la índole de las fuerzas que se manifiestan con el choque de la luz con los gases raros del aire.


Después de un rato impreciso, imposible de medir, apareció en la cima del faro una mujer apoyada en la baranda levantada sobre la periferia, describiendo una porción de líneas geométricas curvas. Tenía sus manos firmemente asidas al metal frío como la luna de Marzo, y su pelo colgaba libremente como las ramas de un sauce dormido. Me le acercaba casi tocándole la oreja, luego todo se nubló y varió. Al parecer el catalejo se había movido de su lugar perdiendo enfoque, permitiendo que se fugara la imagen de aquella mujer dibujada al contraluz de las horas tempranas, un poco antes del atardecer. Algo pasó, mis ojos se volvieron a posar sobre la mujer, ahora más cerca, dentro de su oreja quizás. Los sonidos no podía percibirlos, pues era mi ojo el que se paseaba en su interior, pero noté que trataba de comunicarse con alguien, alguien que no estaba en el faro, sino abajo, parado sobre unas rocas ásperas no tocadas por el mar todavía, en las rocas socavadas por el agua de un diminuto mar subterráneo.


Pude ver que allá abajo había un hombre inclinado sobre sus piernas, con una mano apoyada en la rodilla y la otra escarbándose la cabeza, como si algo no comprendiera, o como si hubiese escuchado el llamado de alguien sin saber exactamente desde dónde provenía aquel sonido. No lo pude saber. No supe, en fin, qué era lo que aquel hombre buscaba. Y mi vista, de pronto, comenzó a caer desde las alturas, como un dragón cósmico indestructible que vuela arrojado hacia las superficies terrestres, como un árbol de fuego que se desploma cuando es derrotada su consistencia natural, y que cae con sus inmensas garras abiertas y envueltas en llamaradas turbulentas, pero que no toca el suelo, sino que se desvía antes de desplomarse y destruirse por completo. Mis ojos caían, acelerándose como si aumentara su peso en la medida en que se aproximaban a la cabeza de aquel hombre confundido, como si mis ojos fueran una señal que habría de posarse en su cabellera, como un acento, como un pararrayos de todas las descargas del mundo, para iluminarlo de pronto y despertar en él la súbita sensación de que era observado desde arriba, como por un dios, por un ojo.


Sin embargo, había perdido la sensación de gravedad hacía bastante rato, allá lejos, atrás del malecón, en el puerto, detrás de las innumerables personas que estaban detenidas, detrás de mí, inclusive, como si yo mismo me hubiese escapado de la órbita de mis ojos.


El tiempo se transformaba en mineral, por la alquimia era convertido en oro.


Cuando llegué hasta aquel hombre, después de irrversiblemente caer hasta su cabeza, mi vista sufrió un cambio violento de dirección en, por lo menos, unos noventa grados, casi a ras del piso, en dirección hacia la cuidad levantada unos kilómetros más hacia el oriente, hacia la costa nueva, hacia donde mis ojos no habían viajado todavía, y, sin embargo, estaba allí como si cualquier cosa, como si fuese perfectamente natural mirar hacia allá. Probablemente mis sensaciones sufrían también de ciertas mutaciones, se entremezclaban mis ideas viajeras con las de los otros que, aunque estacionarios, se habían convertido en espejos que transportaban infinitamente a mis ojos.


Pude ver, al cruzar aquella costanera, el bulevar sombrío debido al advenimiento de la tarde, con altos edificios, parcialmente iluminados por el arco solar apenas visible en el horizonte marino. Y entre la gente, cerca de una escalera de madera que llevaba hasta el balcón de una cabaña en las orillas del mar, allí, detenida de espaldas había una mujer mayor, quizá de unos cincuenta años, con ambas manos en la cintura, casi por sobre los riñones, como si estuviera cansada, como si la espalda le doliera y con sus manos dejara reposar parte del peso sobre ellas, liberando a su columna de parte de la tarea. Llevaba un moño redondo en el lugar donde se iban adentrando mis ojos, un pelo de paja gris, como si el alma negra de los cabellos se estuviera volviendo bondadosa con el paso del tiempo, como si la noche oscura se aclarara de pronto, pero suavemente, por causa de una luna atrasada, tapada además por las nubes del invierno. Su pelo enmarañado no resultó un obstáculo fácil de salvar, pero lentamente me iba adentrando en su espesura hasta tocar su corteza craneana y penetrarla casi como por osmosis. Entre los relámpagos confusos de sus pensamientos envejecidos, mi ojo viajero se entrometía imperceptiblemente en ella. Entre las ramificaciones aisladas y perdidas de sus recuerdos inconexos; entre las sólidas confusiones del tiempo en las memorias que la acompañaban, se iban apareciendo mis propios recuerdos vagos: una fotografía sin significado para mí ahora, las casas que caían cerro abajo junto a las sombras de los animales que cohabitaban sobre las buhardillas mirando hacia el muelle por un telescopio tardío de un faro oscuro hacia el bulevar; y a través de unos cristales bifocales pude ver a aquel niño que corría por la calle que tocaba de costado a la costanera, corría como perseguido por el miedo. Inasible, inalcanzable, se escabullía entre personas borrosas en la periferia.


Se volvía el tiempo atrás en los relojes, como si la luz estuviese de pronto volviendo hacia el sol, como si su calor emigrara arrebatando de las superficies su sensación etérea, desamparando a las plantas y a las nubes.


Mis juguetes los había perdido en una calle igual, alguien me los había robado luego de que los hubiera dejado apoyados sobre la vitrina de la panadería donde compraba siempre el pan para el desayuno. Me volví corriendo y ya no estaban, unas lágrimas inocentes y llenas de impotencia se iban adueñando de mis ojos, las cosas se veían borrosas y una amargura me secaba la garganta, mis manos se iban empuñando y mis pies ligeros corrían sin destino, tratando de alcanzar a alguien ahora inalcanzable.


Seguí corriendo, y con mis ojos pude tocar las espaldas de mi lejano tío, allá arriba caminando hacia la casa. Lo veía pero él no a mi, llevaba sus ojos puestos en una ventana en donde estaba una mujer joven y hermosa, la que, sin embargo, no se percataba de su presencia o no le prestaba atención a propósito, para despertar en él un interés superior a sus propias defensas masculinas.


Mis ojos se desviaron hacia la ventana, pasando por los pensamientos esperanzados de mi tío y, en el interior de la habitación, ahora a través de unos ojos que llevaban las pestañas untadas con una tinta espesa y negra, había gran cantidad de gente. Las conversaciones, mudas para mí, se notaban alegres y animadas como por un acontecimiento que no alcancé a dilucidar, porque mis ojos se iban posando sobre una niña alta y esbelta, un sentimiento de celo y envidia me tocaba silenciosamente. Ella llevaba un vestido verde con pliegues abundantes hacia abajo, y un escote sinuoso que dejaba ver el contrapeso de sus senos nuevos y virginales. Sus ojos estaban detenidos sobre un hombre mucho mayor que ella que miraba por la ventana hacia afuera y hacia atrás de la casa, hacia el patio y más allá, muy lejos ya del bulevar.



Los pájaros adornaban en silencio los árboles sin frutos del patio trasero de la casa, revoloteaban en círculos imaginarios, atravesando los aires adelgazados por el calor del día que se marchaba.


De pronto mis ojos tocaron la superficie calva de su cráneo, mi ojo volvió a cambiar su sexo al ir adentrándose en los laberintos existenciales que lo turbaban. Miraba perdido entre los árboles a una niña que jugaba plácidamente en un columpio. Era su hija quizás. ¿Pero cómo podría yo saberlo si no fuera por una mera suposición inevitable?. En fin, ella no lo miraba, no nos miraba. Estaba de espaldas a la casa en un patio vecino. Y, poco a poco, empecé a lacerar sus cabellos como un mano con una daga invisibles. Se inquietó, como si sintiera que alguien la observara, pero no sacó los ojos que tenía posados sobre otro niño que viajaba en los hombros de un hombre grande, que se alejaba dificultosamente de allí, tras la cerca, en donde el camino se inclinaba desfavorablemente para él.


El aire y el aroma de las flores se había perdido con un gorrito de lana azul que perdí en aquel lugar en donde dejé olvidado a mi tío. Y ahora me paseaba en los hombros de un hombre gentil que me tomaba las manos para evitar que me cayera. Podía ver ahora su pelo negro y dócil, seguramente mecido por muchos vientos, y en donde varias capas de vidas se habían depositado silenciosamente sin despeinarlo siquiera. Me perdí entre sus ojos que se abrían y cerraban continuamente, pero no me oscurecían tanto como para no ver a aquella mujer que, al parecer, esperaba a alguien calle arriba. No sé si nos esperaba a nosotros, pero su postura, claramente definida en su contorno, denotaba su letánica situación de guardia, como tutelando los movimientos de todos los transeúntes erróneos para su deseo.


¿En dónde entierra entonces la vida los recuerdos?


La alcancé. No sé si realmente llegué a tocarla, pero mi visión reposó un instante dentro de ella, casi sin tocarla, sin erosionar los pasillos no recorridos por grandes cosas todavía. Y pude ver, mientras me movía en el aire estacionario, como una libélula deformada, sin masa, pero no ausente del todo, que sacudía sus alas cruzadas en un silencio de cristal y que dejaba al menos una raya, como una onda lineal, entre los estratos de aire condensado.


Nada se agitaba violentamente dentro de su cabeza, por eso salí casi sin notarlo, y estaba otra vez en la nuca de un joven que, al parecer por su uniforme y la mochila en su espalda, iba al colegio, retrasado tal vez, por el apuro incesante que llevaba en su andar; o probablemente volvía apurado a su casa. ¿Cómo lo podía saber?. Tal vez le era familiar a aquella mujer y por eso se quedó mirándolo mientras éste se alejaba de ella. No lo sé.


Me costó trabajo alcanzarlo. Apenas me colgué de la mochila tratando de sujetarme a ella con todas mis invisibles fuerzas, consumidas por la distancia a mis tardíos ojos. Cuando pude detenerme en la superficie transpirada de su cabeza, al trascruzar entre su pelo áspero y llegar más tarde hasta su retina, vi algo oscuro, y la amplitud de mi viaje se estrechaba de nuevo, como si pasara a través de otro catalejo inesperado. Mi sorpresa fue grande al ver que él también cargaba una cámara fotográfica. La llevaba en sus manos, y corría detrás de una niña para tomarle una fotografía. Ella no lo miraba: estaba detenida en una esquina, en la mitad del cerro y miraba a otro, como si lo reconociera, como si algún recuerdo reanimara él en su memoria. Lo miraba ignorando al otro, que corría tratando de alcanzarla, que lloraba. No lo sé, sentí un escalofrío repentino, como si estuviese volviendo a mi cuerpo.


Ella miraba a un joven que estaba detenido cerca del muelle. Lo había visto observar una fotografía antigua, como si llorara por última vez con ésta. Pero ahora él miraba hacia el muelle, hacia otras personas, hacia otros horizontes, como si su vida hubiese adquirido por fin otro rumbo, como si viajara sin moverse a través de sus sueños nuevos, olvidando la fotogrfía para siempre, despojándose por fin de la tristeza.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Toti: No entiendo por qué lo dejas pasar...habría sido un viaje lindo hacerlo peli..

gemmapiedra dijo...

Hola...me gustan esas observaciones que mezclan el mundo exterior y el interior...me pareció estar en ese lugar, se quedó en mi retina...me pareció estar a través de tí. Me gustó y no suelo leer textos porque no los entiendo y me frustro. Sí, haz esa peli, anda.... Besos.