jueves, 27 de diciembre de 2007

Trasmundo "La caverna"

No podía despertar. Me esforzaba inútilmente en abrir los ojos, pero mis tendones y músculos yacían desprendidos de mi voluntad; parecían enterrados todavía en otros reinos. Mis pies y manos descansaban inertes sobre la cama, al menos eso creía entonces, pero la elasticidad y comodidad habituales del colchón ya no eran iguales; yo luchaba por volver la vista hacia afuera, pero estaba encerrado en una bóveda oscura en donde sólo podía oir las innumerables gotas que caían sobre los charcos dispersos en la negra cavidad subterránea. Caían carentes de ritmo, por aquí y allá, y notaba sus distintos volúmenes y distancias en razón del sonido que percibía de ellas.


La humedad lóbrega me atormentaba; extrañaba los corpúsculos interplanetarios chocando con la atmósfera, atravesándola, dejando un sinfín de olas de aire ionizado propagándose a través del globo gaseoso del mundo. Solamente mi cuerpo temblaba entonces, como si los asteroides que imaginaba chocaran con mi alma oscurecida. Me imaginaba esa luz que, proveniente de mundos lejanos, llegaba hasta mis ojos en el exterior, no sólo horadándolos, sino que creando en ellos cráteres y deformando su superficie cristalina, formando ondas hasta el lóbulo en donde se esconderían aquellas imágenes que tenía del mundo.


Solamente los sonidos tenían ocupado a mi organismo; los ojos me servían lo mismo abiertos que cerrados, y mis manos –no sé si asidas a las sábanas o a la arena áspera y húmeda- tocaban el entorno oscuro que me rodeaba, que aplastaba a mi ser, confinando mi existencia a las arenas, a los minerales interplanetarios caídos, a una onda disuelta en un segmento negro de los tiempos y -para mí-, contradictoriamente, crecía la importancia de mi existencia en la medida en que la oscuridad aumentaba y penetraba en mi interior, socavándolo.


Yo retenía recuerdos de la luz, de destellos y colores; tenía fugaces instantes de estrellas y de mares de la tarde, de arreboles decrecientes de antes de la luna, y las gotas que sonaban a mi alrededor las veía intuitivamente –como las recordaba, por supuesto-, las veía caer y chocar perpendiculares contra la superficie rugosa del suelo, contra las piedritas y los diminutos charcos, azotarse en lo oscuro disgregándose en pequeñas partículas con forma de corona y desaparecer súbitamente en el aire.


El aire parecía detenido adentro de la galería y, en su seno, viajaba un fantasma imperceptible de recuerdos relacionados con la cavidad taladrada en la corteza rocosa. Sentía en mi piel un intenso frío que, sin embargo, no percibía del todo o que, al menos, no tocaba a mis órganos más profundos; era un frío superficial, asociado quizás con la sensación de gotas cayendo y preñando a la superficie de barro y rocas molidas lentamente –con su fluido cuerpo- a lo largo del tiempo oscuro. Aunque, debo decir, que noté que este aire no estaba viciado por el encierro o por el uso excesivo (después de todo era un aire onírico solamente), lo cual me entristecía, porque me supe perdido, inexorablemente perdido. Y, por otro lado, me reconfortaba el saberme sumido en un sueño tranquilo y tener conciencia de que mi cuerpo estaba anclado –en realidad- en algún lugar de allá afuera.


El sueño es el verdadero sitio en donde vive el ser; es en donde despierta realmente.


El problema fundamental parecía ser el cómo perdí contacto consciente sobre mi cuerpo. No sé si está bien dicho de esta manera, pero lo que quiero decir es que, por algún extraño suceso, sabía que estaba dormido –aunque estaba muy despierto adentro de la caverna-, pero no podía sentir a mi verdadero cuerpo allá en donde en verdad estaba. En realidad, en donde estoy realmente, porque estas cosas que sueño las sueño adentro de mi cuerpo y no en remotos lugares distantes físicamente de mi piel.


Me imaginé que si golpeaba en la pared cilíndrica estaría tocando algún sitio no físico dentro de mi cabeza; un sitio inmaterial pero sensible, capaz de transmitir alguna señal hacia algún rincón especializado adentro de mi mente que la hiciera reaccionar y, establecer así el enlace habitual con todos los órganos, organizándolos. Y me quedé un buen rato esperando a que algo sucediera en la habitación, en mi pieza, o afuera de la casa: algún ruido o movimiento; alguna vibración inesperada que me sacara del letargo, permitiéndome sentir los latidos de mi pecho y tocar el verdadero aire de mis pulmones; sentir los alvéolos crepitar como un leño desintegrado en las llamas, mientras el aire húmedo me haría estornudar para agitar los tréboles, o quizás poder ver algún objeto común, con sus bordes y ángulos bien definidos, cortados sólo por el espacio vacío que los separa y avanzar hasta tocar su superficie, sentir el aroma espeso con que son disueltos y diseminados por la atmósfera, envejeciendo hasta morir y volver a la entraña de los bosques y de los mares.


Pero nada ocurrió. Y me decidí a caminar.


¿En qué dirección?. No lo sabía. Sólo tenía dos posibilidades: subir o bajar, pero el terreno era parejo y no supe en qué sentido caminaba, sólo iba hacia el vacío negro, pisando el barro pegajoso, un barro casual, de superficie, pero fangoso. Iba tocando con mis manos abiertas las paredes de la galería, tratando de no chocar con las piedras que, a ratos, se interponían a mis pasos interceptándome y haciéndome caer.


Caí una o dos veces, por lo que mis manos quedaron sucias y mojadas (al menos de eso estaba seguro, porque podía sentirlo). Restregué los dedos en mi ropa para liberarlos del agua y de la tierra y seguí andando. Tenía la esperanza de que mis ojos alcanzaran por fin algún objeto hecho visible gracias a algún fotón errante que, desviado por la gravedad de otros asuntos y deformada su trayectoria infinita, golpearía alguna superficie, descubriéndola, delatando su existencia.


Estaba ciego. Irremediablemente atrapado e inmerso en la profundidad oscura de un sueño. No podía desprenderme de aquel sitio creado en la aterradora maldad de mi ser; yo no entendía cómo podía estar adentro de mí sin tener contacto con mi cuerpo y, sin embargo, mi cuerpo estaba allí realmente. O sea, era yo un reflejo espectral como el producido al contraponer dos espejos que se miran y que infinitamente se reflejan a sí mismos, pero que uno de ellos queda detenido y errático dentro del cuerpo del otro cuando éste es retirado de allí..., vagaba sin encontrar aquella ventana a través de la cual había caído en aquel abismo, y la luz se había apagado; el mundo carecía ya de luna y la angosta vía por la cual navegaron antes mis flores estaba silenciosa. Me perdí, como se pierde un ave al caer en un océano plástico y estropeado por la multitudinaria presencia de la sal. Y, en todos los costados por donde las escaleras habían sido estiradas, mis pies resbalaban hacia el precipicio oculto de detrás de mis ojos.


Ciego es quien no ve su sombra perderse en medio de otra sombra.


Seguí hacia adelante en busca de aquella ventana y, mientras tropezaba y me levantaba, encontré un hueco taladrado en la pared subterránea. Metí mi mano y parte del brazo y logré alcanzar algo que no puedo describir, pero que guardaba relación conmigo mismo y, aunque no pude entenderlo bien, me recordaba a muchas de mis soledades. Traté de sacarlo de allí, pero al tirar de él el corazón se me apretó y sentí erizar mi piel; una angustia extraña penetró hasta los abismos más apartados de mi ser y mi alma cayó arrodillada –produciendo un nudo en mi estómago-, tras haber tirado del cuerpo extraño.


Algo inmaterial e inanimado había sido tocado en mí y sentí helarse mi espalda mientras se me endurecía el ánimo. Ya no me importaban los agujeros que desde niño había visto llenarse de agua después de la lluvia; ya no quería volver a sentir cómo mis pies eran enterrados en la orilla del mar mientras las olas iban y venían y las sales disueltas eran precipitadas sobre mi piel, tiñéndola de diminutos puntos blancos. Yo sólo recordaba los agujeros del cielo, entre estrella y estrella, y cómo se conjugaban en animales y personajes fabulosos mientras mis manos congeladas sostenían papeles y mapas celestes; ésos eran los agujeros de mi infancia, los abismos azules de la noche y las Nubes de Magallanes, las fugaces y moribundas estrellas en roce con mis ojos, muriendo para perpetuarse en mi retina y luego caer eternas en mi adolescencia. Pero entonces, mientras se apagaban los latidos de mi memoria, algo había sido violado dentro de mi alma, y yo -que casi ya no era yo-, estaba solo y oscuro, como un cielo sin estrellas. Entonces me perdí entre los árboles, y dejé caer mi cuerpo sobre las hojas resecas en los vernales desencuentros de mi ser. Me dejé herir por una espina y luego regué unas gotas de mi sangre sobre la hierba: yo quería ver las flores, yo quería tocar la Luna, pero mis ojos se nublaron en Junio, cuando el pétalo del cuarto minuto de espera se había caído irremediablemente y las Pléyades, sí, la pequeña crucecita del cielo a las tres de la mañana me lo dijeron mucho tiempo después, y así fue transformándose en un oráculo, en una compañera tan solitaria y tan nocturna como mi pecho. Ellas lo sabían, por eso estaban allí, tutelando por sobre las nubes, como centinelas de faros oscuros construidos con óxidos térreos arrancados de las dunas lejanas en donde un día hubo un nido de pájaros.


Ya no me saldrían alas, lo había oído en la escuela. Pero busqué otro árbol y dejé caer las hojas un poco antes de la lluvia. La resina estaba en mi pantalón y, de seguro, tendría miedo de volver a casa.


No lo hice. Yo nunca más volví a mi hogar. Nunca más elevé los ojos al cruzar una puerta, porque me había quedado con el corazón taciturno en otras puertas más al sur, más allá de donde las golondrinas venían, y no pude aflojar esto que llevo en el pecho, hasta ahora, claro; hasta ahora que estoy encerrado en un pasillo tan oscuro y negro como los miedos que me han acompañado desde que dejé el nido materno; desde que extendí la palma de mi vida entre los pueblos desconocidos que, sin embargo, habían vigilado mis infancias en otro tiempo. Y ¿para qué fueron las sonrisas? ¿para quién tanta tristeza?. Yo no quise ir tan allá a buscar otros soles, yo no quise bajar mi cabeza debajo de la puerta (como si de una guillotina estuviera hablando, de una espada rectangular que pendiera sobre mi cuello para degollarlo a penas dejara el vientre, sin bandera, sin patria, sin amigos). Yo sólo esperaba la primavera. Mas, en la extensa dimensión de la vertiente natural que es el alma, me perdí de la primavera esperando por aquellas palabras que olvidé; me perdí de aquellos días por andar entre las hojas esperando y, en el final de todos los ciclos que pude enumerar, me perdí en este sueño extraño tratando de despertar y no pudiendo encontrar más que mi silencio murmurando estas palabras para mí.


Las palabras que se olvidan de los sueños, son las que inventa el dialecto interior.


¿Cuántas veces se enmudeció mi alma?


Entre los ires y venires, diría que unas cuantas, muchas quizá; porque palabras remotas que sólo yo puedo entender recuerdo varias. Mis palabras, mis viejas compañeras de cuando volvía de la calle, de la escuela, de la plaza; las extrañas enumeraciones de sitios perdidos y lejanos por donde ya nunca andaré, y las ilícitas contradicciones que entraban en mi ser mientras le acariciaba la espalda a la noche. No lo sé. Sólo extraño algunas que, por desgracia, se han apartado de mi boca. Ya no las nombro, no porque no las necesite, sino porque en otras aceras he vomitado en mis zapatos; en otros árboles traté de encontrarlas, en otras cornisas las arrojé al pasto húmedo. Ya no las tengo, es cierto, pero hay de otras cuestiones de las cuales han florecido nuevas. Algún día, sí, algún día he de estamparlas en las paredes –como allá lejos en la universidad-. Algún día, quizás hoy mismo, si acaso logro salir de esta innumerable penumbra.


Solté por fin aquel objeto oculto en la cavidad de la pared. Mi cabeza quedó girando en un remolino y se abrió ante mí un sentimiento vago y difuso de angustia, de desesperación, porque -en cierta medida-, lo que había palpado allí, me trasladó a tiempos remotos en donde yo residí alguna vez. Me había ocurrido otras veces, pero aquella vez estaba enterrado en laberintos de sueños y ni siquiera aquel agujero era un escobén a través del cual haya podido arrojar mi ancla. El proceso de desertificación se entretenía conmigo, modelándome los perfiles del alma, atacando mis emociones con vientos cargados de partículas abrasivas; los estambres habían quedado vacíos en la inmensa distancia polar en la que estaba perdido y, en la solitaria quietud de la caverna, tomé mi cabeza entre las manos y deposité toda aquella porción de mi cuerpo en las rodillas. Desesperé por la primavera, por las hojas, por los animales que no conocí sino en libros y fotografías. Lloré..., lloré porque se había apagado el recuerdo del campo, de las aves atravesando las olas, de los cigarrillos sobre las rocas en lo alto de los cerros. Así, y no podía ser de otra manera, me hundí en una depresión de los terrenos de mi alma, agotado, exhausto, abandonado...


No sólo los ojos son necesarios para conocer el mundo.


Mis conocimientos eran todavía poco numerosos, dispares y fragmentarios; mis sensaciones me empujaban a seguir en la dirección en la que me había propuesto encaminar, pero mi esqueleto estaba poderosamente aferrado a la corteza mineral, como atascado en las redes invisibles de un imán. Y, aunque aquello era en realidad un efímero estado transitorio, mi angustia iba apoderándose rápidamente de mis movimientos, repartiendo el desorden sistémico hasta dejarme paralizado del todo, inanimado, pero oliendo la humedad, el frío y la muerte...


Avancé entre los negros corales afóticos, intuyendo la disminución progresiva en las magnitudes de mis movimientos, destrozando las habitaciones de los ciegos seres microscópicos que, posiblemente, habían aprendido a vivir sin luz. En aquel entonces no podía conjugar verbo alguno que representara mi ánimo, ningún epíteto sería suficiente y –muy probablemente- ninguna palabra estaría a la altura de mi tobillo siquiera para refrescar mi cabello y más hacia abajo, para darme paz y claridad. El fantasma de la locura y la perdición volvió a aparecer ante mí; ya no disfrazado de animal ni de gigante, ya no provisto de alas negras: esta vez era todo el ambiente, todas las paredes, las rocas, las gotas de agua, los agujeros.


Mi habilidad para despegarme del suelo aumentaba en la misma proporción en que crecía mi temor. Y, más allá, en otro ángulo escondido en la superficie, encontré un orificio más amplio que el anterior. Se notaba que desde aquel agujero hubo alguna vez una vertiente continua de aguas que erosionaron sus paredes, suavizándolas. Era una ventanilla perfectamente redonda de un brazo de alto aproximadamente, por lo que mi cuerpo podía entrar en él en cuclillas o arrastrándolo...


Después de meditarlo un poco, entré alargando mi brazo para iluminar mi interior con las imágenes recíprocas de lo que me era conocido y de lo que podía palpar allí, y no pude tocar nada en la terrible oscuridad; nada era lo suficientemente rígido como para sostener a mis dedos erráticos y, casi sin darme cuenta, en el intento por alcanzar alguna cosa, mi cuerpo estaba sumergido en la suave tiniebla del recinto.


La luz de los ojos es tragada en la oscuridad.


Recordé los tejados. No sé por qué se vinieron a mi mente paisajes que ya creía desterrados de mi memoria. Yo tuve entre los dedos una fotografía y no pude comprender jamás el significado esencial de la imagen detenida en el papel. Ya no la llevaba conmigo, pero algo permanecía fijo en mi retina: algo estaba observándome desde entonces y no pude disimular el miedo (porque yo no veía nada). Atrás iban quedando las huellas de mi cuerpo arrastrándose, pero la negra atmósfera se tragaba mis pasos ya perdidos, y ¿qué importa ahora lo que ha pasado? ¿qué importa lo que vendrá?; yo sólo siento desamparo al verme detenido ante aquel papel preñado de desprecio. Yo la vi detenida ante una vitrina y luego la olvidé porque yo no tenía reloj. Me persiguen...., todavía me persiguen....


Recordé el piano. Recordé el blanco y negro desolado por debajo de la nicotina y de las luces amarillas y anaranjadas de la lluvia y del techo. Recordé al insecto y a la mujer muerta, y me abracé sin saber a qué, pero me reconfortó por unos instantes. Me sentí seguro aferrado a algo invisible, y me dormí no sé por cuánto tiempo enredado entre los pliegues lisos de las paredes y del aire. ¿Cómo podré olvidar el árbol?¿cómo olvidar las calles mojadas y las habitaciones escondidas en las piedras?. Yo no me alejé tanto así como para que desaparecieran, pero ya no están. Y entonces, otra vez, el vértigo de caer y ver cómo se acerca la superficie mojada del pasto. Fue entonces que noté que ya no llevaba los ojos conmigo: ¡me habían abandonado! ¡ya no precisaban de mí y habían huido mientras me dormía!.


En fin, ¿quién los necesita? ¡parásitos!..., ¡ahora me dejan, ahora que mi cuerpo no les brinda cubil para sus fechorías y engaños!...¡cobardes!.


Tiempo después, ya al saberme abandonado por mis órganos, no pude llorar más, pues mis párpados se batían errantes en el vacío, como cortinas de ventanas abiertas al viento, y como las alas de un navío derribado se abrían y se cerraban sin saber que su función era ya inútil; sin saber que habían quedado cesantes.


Recordé las escaleras deformándose por debajo de mi cuerpo, mientras mis dedos trataban de alcanzar la altura imperturbable del edificio, y cómo las telarañas simulaban estar vacías y abandonadas. Yo no sé en dónde dejé de afirmar los días del polvo y de las manzanas: es como si se hubiera tragado el tiempo todas aquellas cosas que desfilaban ante mí como en un teatro (y toda aquella gente que era parte de la obra y que aparecía y desaparecía tras el telón para cambiar sus ropas y preparar la siguiente escena, y yo, sólo yo, era el único que no sabía que todo era –y que, probablemente, todavía lo es- un espectáculo en el que caí enredado sin saber por qué, y sin poder ver al público que se reía de mi angustiosa situación). Todo, todo sin excepción era para mí un montaje, una farsa. No puede ser que todo haya desaparecido sin más ni más; no puede ser cierto tanto vacío, tanta soledad acumulada, para terminar luego mi cuerpo postrado en esta tiniebla tratando de recordar las cosas, las voces y, sin embargo, todo me sabe a soledad, en todas partes estuve solo en realidad, incluso aquí.


La soledad es la manera en que a los ojos se los traga el alma.


Sin darme cuenta me safé del cuerpo al que me había aferrado y, casi instantáneamente, mi mente se sacudió como si hubiese recapacitado en algo, como si hubiera despertado de un trance, y los reflejos de la luz que caminaban por mi memoria, se esfumaron. Solamente la oscuridad me observaba de lejos, desde lo profundo de la galería. Y sentí mucho más miedo que antes, porque esa vez sí me sentí realmente perdido y exhausto. Había perdido demasiada energía aferrado a la nada y mis huesos los oí pulverizarse y caer en la superficie húmeda y fría. Por fin me levanté, y en ese mismo instante sentí cómo algo le restaba peso a la superficie en donde yo estaba...mi cuerpo titubeó pero no respondía a mis deseos: ningún órgano me era posible mover. Entonces se apoderó de mí la desesperación, mientras, poco a poco, mis ojos volvían a mí y algo de luz se filtraba entre mis párpados. Pero sentía todavía una extraña presencia que se levantaba a mi lado mientras yo, recostado todavía, estaba petrificado. Me ví allí, tendido, como un muerto. Traté de tocar mi rostro que parecía una habitación despoblada y, desde allá adentro, yo luchaba por volver a abrir mis ojos. Era inútil, pero, casi al mismo tiempo de tocar mi rostro desde afuera, pude ver luz y una oscura sombra que pasaba por delante de mí, algo como una silueta que no puedo describir, pero que me recordaba el reflejo de otros días en que el sol me abrazaba por la espalda tumbándome al suelo proyectado, alargándome más todavía en las tardes.


Las sábanas, la ventana, todo estaba allí mecido plácidamente por una brisa que se filtraba apenas y que hacía ondear las cortinas por detrás del cielo. Alguien a lo lejos llamaba a mi puerta. Fue entonces cuando recordé lo que alguien me había hablado del tercer planeta y otros asuntos relacionados que nunca creí del todo. Algo me trajo a la memoria la muerte. ¡Para qué habría yo de preocuparme por la muerte! ¿qué importancia tenía lo que hay más allá de la muerte?, si la muerte no era más que un suceso entre los tantos sucesos de la existencia. Yo he conocido de cosas más violentas que la muerte y que, quienes las cometieron y los que las sufrieron siguen vivos.


Ya no me servía preguntar, ya ni siquiera era momento de volver la mirada hacia mi interior para tratar de explicar aquello. Había salido otra vez, pero las golondrinas no estaban: ya nada colgaba de los aires entreteniendo a las horas torpes del despertar tardío. ¿Cómo hablar y decir algo?, si la tierra estaba vacía y ya no habían senderos con árboles.


Me quedé allí.


Y, desde entonces, las nieblas que acompañaron el errático andar de mis ojos se abrían espesas entre los alerces: se levantaban temprano desde el mar y viajan todavía conmigo, aplastándome, hundiendo sus lenguas feroces en mis perturbadas sienes; aflojan un poco, pero luego vuelven a mí en la tarde, y me abrazan metiendo mis ojos otra vez en su órbita. ¿Para qué preocuparme de la muerte?. Yo ando perdido adentro de mi cuerpo, ando hambriento y andrajoso buscando los pétalos que cayeron desde la primera estrella que vieron mis ojos; ando enfermo y sin los peces de los que me habló un búho, sin la sombra perenne de los últimos días de Agosto, sin arcoirirs, sin treiles, sin dedos en los ojos, sin piedras, sin cabello, sin hogar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

tan desvalido y trasmutando dolores olvidados (guardados)de donde viene tu letania y tu tormento