jueves, 27 de diciembre de 2007

Trasmundo "San Juan"

Sobre la colina, en la noche ya poblada de estrellas, allá arriba junto a un arbusto reseco desprovisto de hojas y ennegrecido por el contraluz de la noche sin luna, había una silueta extraña: un animal grande con un hombre sobre su espalda.


El deseo de explorar y descubrir los misterios de la noche de San Juan me habían llevado a internarme en la espesura que había de límite entre la ciudad y los cerros, había que salvar sólo el alambrado donde torpemente se quedó un jirón de la casaca antigua que me cobijaba del frío. Había estado solo antes en ese mismo lugar observando las estrellas y sus figuras imaginarias, había descubierto en ellas lo que los antiguos utilizaran para la siembra y la navegación, para determinar la fortuna de quien viene a visitar el mundo. Allá, en el firmamento, habían dibujos de animales, objetos y seres mitológicos, cada cual con su historia y significado, en los cuales yo había descubierto al mundo.


Los planetas se paseaban errantes a través, surcaban el camino invisible por donde habría de pasar la luna en otras noches y el sol durante los días. Él, en sí, era un planeta; distorsionado en su excéntrica órbita celeste por el entorno desierto de afectos y flores, de juguetes preciosos y de amores.


Intencionalmente me había adentrado entre las zarzas y los matorrales buscando un lugar que, durante el día, había dejado perfectamente señalado para el efecto. No resultó, sin embargo, pues la huella ya no existía y los puntos cardinales se habían disipado de mi memoria, ni siquiera las estrellas revelaban alguna pista, no estaba perdido, pero no encontré el lugar acomodado en mi memoria.


Mas, en lo alto, la silueta parecía inmóvil, como si esperara la llegada de alguien, alguien con quien había acordado esperar los misteriosos sucesos de la noche de San Juan.


Aunque lo había meditado durante mucho tiempo, no creía en la aparición de espíritus, ni en la ocurrencia de fenómenos paranormales durante esa noche precisamente, pero debía asegurarme, algo en mi interior me empujaba a querer comprobar la veracidad de las leyendas de la medianoche del santo.


Allí estaba ahora: asustado un poco por la inesperada presencia de aquella silueta dibujada en el horizonte. Sin embargo, no me iría del lugar pues, cerca de allí, había una higuera seca que, según dice la tradición, florece durante esa noche y, si se toca la guitarra debajo de ella se aprende a tocar mágicamente dicho instrumento. No había llevado hasta ese lugar una guitarra porque no me interesaba aprender a tocarla, pero sí quería ver a la higuera florecer.


La silueta sobre la colina se asemejaba a la de un hombre sobre un caballo y parecía saber también lo de la higuera, pues esperaba sereno sobre la colina y su cabeza parecía estar proyectada hacia dicho árbol, mas el caballo parecía indiferente e inmóvil debajo del jinete negro. El cielo giraba en torno a su cabeza como si fuera el eje invisible de una gigantesca esfera. Sin embargo, las pocas nubes que surcaban el cielo describían una trayectoria rectilínea, tangencial a los círculos dibujados por las estrellas. Abajo: los árboles estáticos, el silencio turbio de la noche, el lejano crepitar de la vida urbana, las remotas luces de la ciudad y del horizonte pálido por la dispersión.


Se acercaba la hora: el momento en que se suponía vendrían a la cita los espectros animados de las leyendas; el momento en que saldrían al encuentro de quienes efectuaran algún ritual “sagrado” los espíritus malignos y las flores de la higuera. Pero mientras se acercaba la hora, todo parecía sumergido en la inacción, excepto por el cielo que comenzaba a hundirse entre las negras ondas del letargo; se precipitaba entre las hojas humedecidas por el nocturno rocío, y en el trémulo sonido sordo de las sombras se acercaba solitario como las frías huellas de la muerte.


No veía nada, pero mis oídos funcionaban como una lámpara en la oscuridad, como una prolongación inexacta pero eficaz de mis sentidos: una mutación inesperada de mi ser.


De pronto la silueta negra cambió de lugar: sorpresivamente el caballo, motivado por un gesto invisible del jinete, comenzó a acercarse letánicamente hacia mí, pero sin intimidarme lo suficiente como para ahuyentarme. Poco a poco sentía cómo el caballo se esforzaba para no resbalar y despeñarse colina abajo, el jinete parecía no preocuparse demasiado, su cabeza apuntaba ahora hacia algún punto del abismo nocturno, sus ojos no se veían, pero parecía que indagaban algo que no pude descubrir. Yo también miraba hacia el supuesto lugar en donde el jinete tenía dirigida su mirada, pero sentía miedo ahora de mantener los ojos abiertos, pensaba que si miraba demasiado hacia el abismo, el abismo comenzaría a mirarme, indagándome, interrogando mi interior, sacando afuera mis miedos y mis mórbidos pensamientos, mis más oscuros sentimientos y pesadillas.


¿Cómo mantenerse lejos de la locura?


¿Cómo escapar de las garras del miedo sin salir corriendo desesperado y sin dirección precisa?


Cerré los ojos, los tapé con mis manos para asegurarme que no los tenía abiertos, pues la oscuridad había comenzado a crecer y a cubrir las superficies invisibles, ahora sentía mis dedos con debilidad, algo me empujaba a sacarlos para saber en dónde estaba varado el jinete, prestaba atención tratando de alcanzar los objetos con mis oídos como un murciélago, pero no lograba oir nada, el caballo se detuvo en alguna parte, pero no podía alcanzarlo con la mirada. Sólo el contraluz de la ciudad permitía distinguir el horizonte, pero debajo de esa línea todo era negro como una caverna taladrada en el cielo de la noche.


Yo era enemigo del temor a lo desconocido y titubeé, pero prevaleció el deseo de quedarme y tratar de comprender el motivo por el cual ese jinete merodeaba en esos lugares, precisamente allí donde yo había dejado una señal, perdida ya entre la espesura ennegrecida.


Mientras esto ocurría, descubrí un pequeño trozo de vidrio tirado en el suelo, un pedazo de cristal entre los balaustres de clorofila. Era el trozo de un espejo roto y en éste se reflejaba una parte del cielo, lo sabía, pues allí estaba una porción inversa de estrellas, una imagen viajera que permite verlas: el espejo dirigido hacia el cielo era la prolongación infinita del universo, un túnel cósmico que traspasaba la superficie del vidrio y que pasaba a través del globo terráqueo, agujereando imperceptiblemente mi epidermis, como una imagen subterránea extendiéndose infinitamente e infinitamente trascruzando todos los objetos detrás de la sílice plateada. Lo tomé entre mis dedos y saqué la tierra y las hojas que se habían adherido al cuerpo cristalino por una humedad espesa. Vi a penas el contorno de mi propia silueta y lo guardé en un bolsillo como un tesoro recuperado de entre las paralelas líneas del reloj del tiempo que, por unos instantes, había retrocedido sus agujas para hacerme recordar el reconfortante abrazo de las sábanas en la fría noche que ahora tocaba mis contornos; mis extremidades expuestas al lamido incesante del rocío estaban helándose como si la vida estuviera abandonándome.


Con esto, la silueta extraña se había alejado por unos instantes de mi memoria, la había perdido y busqué nuevamente entre la negra oscuridad algún rastro del jinete y de su caballo que habían invadido el lugar que había elegido como un punto sagrado entre los arbustos, en donde esperaría al contacto de la atmósfera, del inmenso recinto del aire, el advenimiento de la medianoche y la consecuente aparición de los supuestos espectros que eclipsarían la soledad de una noche que debiera ser, según la lógica (mi lógica), como cualquier noche.


No fue así, no fue como cualquier noche, ya no era así, la esencia de la noche se había trastocado con la aparición del jinete y, para mi, en ese entonces, todo cuanto sufría mutaciones dejaba de ser lo que antes era: sólo lo eterno no podía cambiar, no debía cambiar para poder seguir siéndolo. La noche había traspasado sus límites prescritos: se había deformado en una substancia sin fluidez, sin esa capacidad de disolverse en el tiempo, permitiendo el arribo de la aurora. Algo denso flotaba en el aire, algo inasible había en la oscuridad que me barrenaba la nariz hasta el pecho, clavando su aguijón espeso en mis pulmones.


Me quedé tendido un rato, agotado de buscar en la oscuridad y de esperar el momento de las flores de la higuera; el jinete estaba oculto en el silencio oscuro y mis pensamientos divagaban con lazos atados a la muerte: imaginaba a mi propio cuerpo como la tumba de mi alma centinela; sentía cómo se apartaban de mi los vitales movimientos; cómo se suspendía el fluir de la materia de mi cuerpo, derramándose a lo largo de mi extremidad asustada y solitaria. Abrazado al terror estaba mi espíritu, mas esto no era nada comparado a cuando sentí una mano invisible por sobre mi omóplato derecho; una mano que se posaba silenciosa y pausadamente en mi hombro como si temiera asustarme.


Sin embargo, en esta situación el pánico y el espanto invadieron mi cuerpo asustado y sentí cómo los vellos de mi espalda se erizaban, propagando esta sensación hasta la cuenca de la nuca y repartiéndose luego hacia los brazos y piernas. Abrí desorbitadamente los ojos, dilatadas infinitamente las pupilas me quedé como una presa acorralada sin posibilidad de escape: dejaría que la muerte me llevara sobre sus alas si era preciso. La sensación de la muerte cercana me tranquilizó, pues la muerte me liberaría de todo sentimiento, pero la muerte no llegó con sus alas negras a posarse sobre mi alma enmudecida: no era la muerte quien tocaba mi espalda, no viajaba en aquella mano detrás de mí el deseo de darme muerte, no era la mano de la muerte...


-“No has llegado a tiempo...- me dijo el jinete, interrumpiendo el infinito silencio que se había apoderado del universo: todo se había detenido por unos instantes alrededor; todos los ojos del mundo parecía que miraban atentos esperando una respuesta, esperando ver mi reacción - por tanto no verás lo que has venido a ver...”- me volvió a hablar el jinete sin esperar respuesta. Yo, poco a poco comenzaba a volver a la vida, sentía cómo mi corazón, ahogado y miserablemente olvidado, latía bajo la perturbada noche que caía sobre mí.


-¿E..e..eres el jinete que estaba sobre la c...colina?- dije por fin, tratando de resolver mi telúrica confusión interna, intentando osadamente disimular el sudor que se enfriaba sobre mi piel, disimulando mi trémula voz debajo de otra irreal.


-¿Jinete dices?¿Cuál jinete?- preguntó desconcertado el misterioso personaje aparecido de entre la tiniebla. Había admiración en sus preguntas, parecía que nunca lo habían llamado de esa manera; le sorprendía ese nombre singular.


Pero yo estaba aún más desconcertado que este personaje, pues hasta ese momento, lo único animado que había visto era aquel hombre montado, detenido en la noche sobre la colina, y que luego bajaba sobre su caballo como tratando de acercárseme.


Hasta ese momento no había sido capaz de voltearme a mirar quién había posado su mano sobre mi hombro, pero de pronto no pude contenerme y giré, y en cuanto acomodé mis ojos para poder ver con detalle debajo de la tremenda oscuridad, mi sorpresa fue gigante y colosal. La mano sobre mi espalda no era una mano, era un pie, una pata equina; pero su cabeza no era la de un caballo, era una cabeza humana; aquello era un centauro...


Una nube negra se posó sobre mi ceño: una tormenta negra de gigantes espantosos y abominables que volaban, derramando en mi alma la oscuridad y la lluvia.


En efecto, mi alma gritaba como un treile ingrato debido a la región de aire derramado, con llantos compañeros de la muerte, con voces secuaces de tristes funerales, como cuervos iracundos espantados por el fusil de un espantapájaros.


¿Quién suspende en el cielo a las nubes tenebrosas?¿Quién las amontona y las derrama perforando el aire?.


Sentía que se abrían las fauces de la muerte con sus distintos rostros, con sus innumerables dientes; llevándose, hasta sus fuegos subterráneos, los gritos apagados de mis miedos internos que caían traspasados por sus garfios. De pronto, vi formarse en el vacío el universo: el corazón salió de mi pecho como los árboles que, después de traspasar el suelo, mueren volviendo a cruzar la superficie sumergiéndose en ella. La respiración detenida, encerrada entre los pasillos húmedos de mi interior y enrarecida por los descompuestos pensamientos ahogados en mi intestino; como un cieno fumante mi piel perdía consistencia, diluyéndose en la atmósfera (algo como una muerte momentánea que no aniquilaba mis elementos materiales: sólo los desviaba temporalmente para conjugarlos de nuevo de distinta forma, en otras configuraciones intermedias de mi ser).


El extraño ser, que parecía creado por un dios embrutecido, me miraba impenetrable. Su rostro era como el trueno: frío y sin luz, y en las alturas condenado, atado a una pared montañosa transversalmente sumergida en el silencio del relámpago negro, como un rayo sumergido. La tierra se mezclaba con el mar y el mar con las estrellas. Todo se revolvía como si estuviera en el ojo de un torbellino y que de pronto era arrancado y precipitado a la periferia, entrando y saliendo en el borde intocable de un vórtice salvaje.


-Yo soy un “centauro”- me dijo.


-Pe...pe..pero ¡eso es imposible! – contesté en un chillido, porque para mí los centauros sólo existen en la imaginación de quienes crearon las mitológicas representaciones de sus dioses y demonios.


-Acaso no sea yo una representación de tus propios demonios- me respondió el hombre-bestia- ¿No es eso lo que has venido a buscar hasta aquí?- agregó.


En efecto, yo mismo había dejado una huella sigilosa entre los arbustos: una señal visible sólo para mis ojos, reconocible sólo por mí. Había esperado que se alejara la aurora y diera paso a la noche, a la medianoche que ahora ahogaba mis pensamientos entre nebulosas imágenes negras, en una ciénaga de fumantes gases putrefactos, y me arrepentía luego, desesperaba porque no podía huir: mi cuerpo estaba sorprendentemente anclado al piso, los miembros de mi cuerpo no respondían a la señal.


¿Quién detiene por instantes los movimientos vitales? ¿Quién los atrapa para sí y los congela durante un segundo infinito?.


-La medianoche está aquí –dijo el centauro-. Estamos esperando a que decidas qué es lo que quieres ver.


-¿Estamos?¿A quiénes te refieres con eso?.


El revoloteo de un ave en la tenebrosa boca de la noche interrumpió el silencio de la bóveda oscura en la que se me había caído el ánimo, espantada por el paso sordo de los espíritus en el advenimiento de San Juan. Pasos multitudinarios y revoloteos de seres invisibles que se acercaban agrandándose en el silencio interrumpido, me erizaban la piel: reclamarían para ellos mi alma desahusiada y la arrastrarían por el campo hasta despeñarla en los fosos ardientes del infierno y celebrar luego la caída de otro ingenuo pasajero del tren enigmático de aquellas noches oscuras y muertas.

Podía mover la mano, la introduje en el bolsillo y recordé el espejo, lo tomé con tal fuerza que el canto afilado me traspasó la piel, hiriéndola, sangre mutilada desde mi cuerpo tiñó de rojo al pequeño trozo de cristal, mojándolo. Lo saqué y vi en él el fluido áspero de mi existencia, mi alma iba en él como una volcánica secreción abandonado el seno de la tierra. Limpié el cristal y traté de ver mi rostro; hice un esfuerzo por concentrar la vista y alejarla de las luminosas existencias que habitaban mis pupilas, pero cuando lo conseguí vi una imagen de mí mismo recostado durante unos instantes, para luego despertar y ver con amargura que eran las once y media de la noche...


No entendía la razón de ese amargor en mi rostro. Me vestí con apuro, busqué algo que me protegiera del nocturno rocío. Después busqué un papel, un mapa quizás, entre los cajones desordenados de mi cuarto. No lo encontré. Luego me vi corriendo por la casa hasta abandonarla y correr desesperanzado hacia la calle. Tanteaba en mis bolsillos esperando encontrar el papel en el que había hecho el dibujo de algún lugar durante el día. No lo encontré. Las luces de las calles eran insuficientes para mí y, además, iban disminuyendo en la medida en que me acercaba a los pies de un cerro cercano a mi casa. Perdí las esperanzas de encontrar aquel papel y me sumergí entre los matorrales para subir al cerro y llegar hasta un lugar ahora irreconocible y allí, donde la noche giraba en torno a mi cabeza, esperaba algo y mientras esto ocurría una silueta negra sobre un cerro, una silueta como la de un jinete sobre un caballo, me miraba desde la negra altura interrogándome...


Solté el vidrio con espanto y lo perdí, pues calló hasta el suelo, llenándose de tierra y restos de hojas secas que se le adhirieron por causa de la sangre que brotó desde mi mano. El vidrio perdió la vida que había cobrado por unos instantes y murió camuflado en la superficie. Mas eso ya no importaba: detrás mío estaba el centauro arrojando una carcajada malévola y mirándome con sus ojos rojos y meciendo su barba inmensa de siglos negros enterrada en las fauces del averno.


-¿Lo has visto? –dijo el demonio, arrojando otra carcajada más espantosa que la anterior y agitó su capa oscura por debajo de su brazo.


Lloraba espantado por la visión dentro del espejo, pero no podía levantarme. Las pisotadas de las bestias seguían acercándose mientras otros seres espantosos volaban agitando sus negras alas invisibles en la oscuridad del cielo.


-Y ahora que tienes lo que querías, debo tener yo lo que he venido a buscar a este lugar y que he esperado pacientemente parado sobre la señal dibujada en el suelo...- dijo el demonio estirando sus fétidas manos hacia mí.


No podía levantarme y hacía un esfuerzo sobrehumano para ello pero no lo conseguía. Las manos de la bestia se acercaban, trataba de desprenderme de aquella posición pero no lo conseguía; traté de gritar en vano, mi voz ya no fluía desde mi garganta, la transpiración cubría mi cuerpo congelado, la mano se me acercaba irremediablemente...


De pronto dí un salto. Me desprendí de la pétrea situación en la que estaba: abrí los ojos. Mi corazón agitado vibraba en mi pecho a punto de reventarse. Miré a mi alrededor y, en medio la oscuridad de la habitación en la que yacía recostado entre unas sábanas, vi un reloj de agujas fosforescentes que indicaban las once y media de la noche..

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